Alan Pauls no tiene agente

La víspera de Reyes, Alan Pauls se calzó sus mejores botas y fue a una radio de Buenos Aires a hablar de su última novela, «La mitad fantasma». Iba a salir sin camisa, pero calmó sus primeros impulsos, que siempre eran malos. Escuchó lo que siempre decía su madre, que las primeras ideas siempre son bazofia, porque lo primero que hace el cerebro es limpiarse y quitarse de encima la porquería enganchada. Al final, se puso un pullover amarillo, que daba vigor a su elegante melena blanca. Le quedaba bien, daba un cierto aire bohemio a sus ojos cansados de hombre que ya no le sorprende nada. A veces se miraba al espejo y decía, «pero si parezco a una vieja lámpara de araña». Lo hacía, pero y qué, lucía de lo lindo. Siempre había sido muy bueno con los símiles, pero eso daba igual, era el escritor más guapo a este lado del Atlántico y estaba lleno de escritores guapos a este lado del Atlántico. Al otro no, al otro todos parecían serpientes con bigote manchado de sangre, pero a éste…

Cuando llegó a la emisora pidió sediento un vaso de agua. Le preguntaron si podía ser una botella, porque se les habían acabado los vasos. Dos días antes había venido Rodrigo Fresán, gran amante de los vasos, y había arrasado con todo. Decía que los vasos eran como los escritores americanos, vulgares, pero no había nada mejor para beber agua.

Le trajeron la botella y le dejaron en una habitación con los escritores argentinos Marcelo Cohen y César Aira. Los conocía bien. Marcelo Cohen no le caía bien y César Aira siempre era muy altivo y le llamaba Mauls, en lugar de Pauls, no sabía por qué. Se encontró un poco incómodo, pero la productora del programa le aseguró que en seguida entrarían en antena y la espera sería insignificante.

Marcelo Cohen había venido con un mono y César Aira jugaba con él como si se hubiesen cumplido todos sus sueños de la infancia. Algunos decían que César Aira nunca había sido un niño, porque todos le habían conocido después, pero su madre enseñó una foto de un niño gordo con un libro y todos dijeron, ahhhh. Dicen que es fácil alegrar el día a un niño. Lo es, pero es mucho más fácil alegrar el día a un escritor, lo único que se necesita es un mono, y si no hay mono a mano, un halago consigue el mismo efecto.

César Aira había adelgazado mucho desde sus años mozos y Alan Pauls le preguntó si estaba enfermo, pero no, sólo que se negaba a comer hasta que le diesen de una vez el premio Nobel. Puede pasar mucho tiempo, dijo Alan Pauls, preocupado, pero César Aira era una persona narcisista que nunca había escuchado a otro ser humano por más de un minuto y esa parte de su conversación con Alan Pauls se la perdió. Si lo hubiese dicho el mono, pero el mono odiaba en secreto a la humanidad y no pensaba decir nada. Miserable.

El programa de radio se llamaba «Hablemos de libros» y estaba dirigido y presentado por Cristina Consuegra, una excelente comunicadora andaluza que al inicio de la pandemia cogió el primer vuelo que pudo para huir de todo. Sin saber donde se dirigía, su única voluntad era que el fin del mundo la pillase en un sitio en el que nunca hubiese estado. Quería morir con esa sensación de que todavía quedaban tantas cosas por ver.

Acabó en Buenos Aires. El mundo no se acabó, así que tuvo que buscar trabajo. Consiguió uno en Radio Mitre y decidió quedarse en la ciudad y apuntarse a clases de tango. No iba nunca, pero estaba apuntada, o sea que en teoría sabía mucho más tango que tú.

La teoría no sirve nunca de nada.

La productora del programa era una mujer encantadora y llena de ideas llamada Marisa Fatás. Había llegado a Buenos Aires poco antes que Cristina Consuegra y como se conocían de la universidad, le consiguió este trabajo. Marisa Fatás era una mujer menuda, de grandes ojos grises, que hablaba con un hipnótico siseo. Decía cosas como «vamos a cassar comadrejass» y sin que pudieses evitarlo tu decías siiií, vamos a cassar comadrejass. ¡Para qué ibas a cassar comadrejass! Pero tenía ese poder. También tenía sus peculiaridades. Desde pequeñita estaba obsesionada con la película «Los inmortales». No paraba de hablar de ella. También le encantaban las sagas de literatura para jóvenes adultos. Ella decía que era una frikie, pero qué va, nunca existió nadie tan socialmente integrado.

Cuando dejó a Alan Pauls en esa habitación con aquellos dos escritores, les dijo muy seria: «ahora dejaremos unas espadas por aquí. Que gane el mejor. Ya saben que sólo puede salir uno en directo», y se marchó con una sonora risa. Los tres escritores, que hacía tiempo que no eran jóvenes adultos y nunca habían apreciado en demasía a «Los inmortales», ni nada protagonizado por Christopher Lambert, no se rieron. Eso sí, los tres buscaron las espadas. Qué ingenuos.

Los inmortales es una gran película, Marisa Fatás tenía razón, pero tenía sus problemas. Por ejemplo, la premisa de un filme que se llama los inmortales no puede ser que se mueren todos. ¿Dónde están los inmortales? ¿Es un título irónico? Son más difíciles de matar, sí, pero no son inmortales. Nunca quedó claro si le cortabas la cabeza a un inmortal moría o sólo moría si se la cortaba otro inmortal. En realidad, tanto daba, una cabeza sola no iba a ser un gran peligro. Así que les cortabas la cabeza y ya está.

En cualquier caso, el título es totalmente falso y engañoso. Debería llamarse los mortales, ese sería un título más adecuado. Porque tampoco estaba muy clara la motivación de estos «inmortales». Si ya eran inmortales, por qué se mataban si el premio era dejar de ser inmortal. ¿Por qué sólo puede quedar uno? Y si sólo puede quedar uno, ¿por qué había muchos? ¿Por qué no disfrutaban de la vida cada uno por su lado? Tampoco había tantos. En realidad, la historia no tenía mucho sentido, a no ser que fuera una forma de hacer sentir al público que su cualidad de mortal es la auténtica perfección y la desean todos los seres vivos, hasta lo que no pueden morir.

«Si ya eran inmortales, por qué se mataban si el premio era dejar de ser inmortal. Y si sólo podía quedar uno, ¿por qué había muchos?»

Alan Pauls se hizo una coleta y suspiró. No le gustaba esa sensación de no saber qué más decir. Miró a aquella gente y sonrió. Marcelo Cohen se puso el dedo en la nariz y dijo bahh. César Aira seguía con el mono y no hacía caso a nadie más.

Por suerte, en ese momento llegó Samanta Schweblin. Agradeció ver una cara amiga. Iba vestida con una túnica negra y no se sacaba las gafas de sol. Era difícil reconocerla, pero era ella. Al menos en la parte de atrás de la túnica tenía inscrito un enorme número diez con su nombre por encima.

– Alan Pauls, a ti te quería ver -dijo Samanta Schweblin nada más entrar y se sacó la gorra de los Yankees que llevaba puesta.

– ¿Por qué vas así vestida? -preguntó Alan Pauls.

– ¿Por qué vas tú así vestido? Menuda tontería de pregunta. Alan, cariño, me debes dinero, ¿te acuerdas?

– No me acuerdo, para qué me iba a acordar de algo así. Yo sólo me acuerdo de cosas importantes -dijo Alan Pauls a la defensiva, intentando pensar si le debía dinero o no.

– Pues te lo recuerdo. Me debes 1.000 dólares y los necesito. Me estoy quedando sin túnicas y no son baratas precisamente -dijo Samanta Schweblin llena de tirria.

– Oye, si te lo debo, te lo daré, no te preocupes, el problema es que no me acuerdo y necesito acordarme de este tipo de cosas. Si no, Marcelo Cohen podía verme y decirme que también le debo mil dólares. Y no sólo a él, sino también a su mono -dijo Alan Pauls, que no se le daba bien cuando se ponía a la defensiva.

– Mira, aquí tienes un excel con todos mis gastos de 2019 y verás que el 22 de septiembre hay una entrada que pone, préstamo a Alan Pauls de 1.000 dólares. ¿Necesitas más pruebas? -dijo Samanta Schweblin sacando un trozo de papel del bolsillo de la túnica y entregándoselo a Alan Pauls.

– Vaya, si me hubieses enseñado tu diario personal no lo hubiese creído, pero un excel, nadie miente en un excel, para qué mentir en un excel. Tienes razón, te debo 1.000 euros y 1.000 te voy a dar. Me han dado un buen adelanto del libro, así que no hay problema -dijo Alan Pauls y le dio allí mismo 1.000 euros a tocateja.

– ¿Siempre vas con tanto dinero encima? -preguntó Marcelo Cohen al verlo.

– Esa es una pregunta estúpida, porque ahora ya no voy con tanto dinero encima, así que la respuesta es lógicamente no -dijo Alan Pauls un poco desagradable con el icónico escritor.

– Uhhh, Alan Pauls, tranquilízate -dijo Samanta Schwebling, que le encantaba Marcelo Cohen y estaba convencida que merecía todo el respeto.

– Vale, vale. Tienes razón, nadie tiene por qué aguantar mi mal humor. Lo siento, Marcelo -se limitó a decir Alan Pauls e intentó calmarse.

– Eres la cosa más bonita que he visto nunca -dijo César Aira al mono.

Samanta Schweblin iba a quejarse y darle una bofetada, pero vio que no se lo decía a ella, que se lo decía al mono, y se relajó.

Por un segundo se sintió defraudada. Le gustó pensar que César Aira era un viejo verde que no perdía la oportunidad de acosar a una jovencita. Le iba a poner en su sitio. Tenía el discurso pre aprendido para soltarlo a la menor señal, pero se contuvo y agradeció que por una vez estuviese con tres caballeros decentes que preferían los monos a las mujeres.

Marisa Fatás regresó a esa pequeña sala de espera y dijo que los cuatro podían entrar ya en la cabina con Cristina Consuegra. DIjo que el mono se tenía que quedar en la sala. Marcelo Cohen se indignó, estaba harto del antropocentrismo de las radios argentinas y escupió en el suelo. Cogió a su mono y se fue. ¡Espeta!, dijo César Aira en italiano, pero el mono no espetó, se fue con Marcelo Cohen muy cabreado.

La productora, que era una gran productora, llamó al instante a Rodrigo Fresán, que apareció en la emisora antes de que nadie pudiese decir adiós al mono, y ocupó el sitio de Marcelo Cohen. Eso sí, se quedó todos los vasos de la redacción, esa era su condición. Podía haber sido peor, podía haber querido todas las sillas. Los periodistas escriben de todas las formas y se adaptan a lo que sea, pero todo el mundo sabe que sentados hacen mejor su trabajo.

– Tenemos aquí a cuatro de los mejores escritores argentinos de las últimas décadas. Una se siente un poco intimidada ante tanta grandeza, pero qué le vamos a hacer, creo que está bien mirar a la gente grande de vez en cuando. La gente pequeña también está bien, está bien que todos nos sintamos representados y a gusto con nuestros iguales, pero también está bien que de vez en cuando miremos hacia arriba y nos rindamos al talento de lo mejor de lo mejor. Y lo mejor de lo mejor de la literatura argentina actual son Marcelo Cohen…

– Bueno, Marcelo no ha podido venir, espero que yo te sirva -dijo con humildad Rodrigo Fresán corrigiendo a la periodista.

– Oh, claro, claro. Tenemos al gran Rodrigo Fresán con nosotros -dijo Cristina Consuegra, que levantó por primera vez la mirada del guion y vio a Rodrigo Fresán con ocho vasos y una amplia sonrisa.

– Marcelo es un grande, de eso no hay duda, pero yo soy Rodrigo Fresán -dijo el escritor con sentido del humor.

– Claro, Rodrigo, y nos haces muy felices por estar aquí. También tenemos al inefable César Aira, un próximo premio Nobel, sin duda -continuó Cristina Consuegra.

– Hola, un placer estar con todos ustedes y con Rodrigo Fresán también, claro -contestó.

En esos momentos, Antonia Kerrigan conducía su precioso mini beige por la avenida 9 de julio. Dos días antes, había intentado que Alan Pauls la fichara como agente, pero no había tenido suerte. Alan Pauls decía que no había nada más inútil y nocivo que un intermediario. Que la comunicación entre dos personas se perdía para siempre si se ponía una tercera en medio con el pretexto de que «se entiendan mejor». Alan Pauls pensaba que estaba bien que se inventaran trabajos innecesarios en la era de la digitalización, pero no quería formar parte.

Antonia Kerrigan no estaba de acuerdo con esta visión simplista de su trabajo, pero es que Antonia Kerrigan no solía estar de acuerdo con ningún escritor. Su labor era traducir sus ruegos, que siempre eran difíciles, a las editoriales y ayudarles a conseguir lo que querían. ¿Y si no lo querían? Tanto daba, intentaba que lo quisiesen.

Encendió la radio para distraerse del tráfico y cogió la emisora donde Cristina Consuegra entrevistaba a cuatro autores argentinos. No representaba a ninguno, pero quién sabe, todo podía cambiar.

– También tenemos a la última revelación de las letras argentinas, un auténtico fenómeno, Samanta Schweblin. Hola Samanta, no nos conocíamos todavía, así que bienvenida -dijo Cristina Consuegra.

– Hola, un placer estar aquí tan bien acompañada. Supongo que esta es una buena representación de las letras argentinas, tres escritores por una sola escritora -dijo Samanta Schweblin sin maldad y se rio.

– Queríamos a Tamara Tenenbaum, pero al parecer está en una boda que no se acaba nunca, pobre. Intentaremos contactar con ella más tarde a ver si al menos ya han llegado a los postres -dijo Cristina Consuegra con reflejos y también se rio.

– Sí, a mi cuando me invitan a una boda siempre digo que no, salvo si se casan dos mujeres, a dos mujeres no les diría que no nunca -contestó Samanta Schweblin, que ya nadie sabía si estaba hablando con ironía o no.

– Y nos hemos reservado el mejor para el final. No, es broma, todos son excelentes. Ay, los miro y es como si me preguntaran a cuál prefiero de mis hijos. Bueno, que conste que soy muy joven para ser la madre de ninguno de estos extraordinarios escritores. Es más, no me gustaría que mis hijos fueran escritores, pues sé lo que sufren. Yo soy muy convencional y preferiría que fueran abogados o médicos, aunque mi principal objetivo sería que fueran felices, por supuesto. Bueno, dejemos de irnos por las ramas y presentémosle. Nuestro último invitado es Alan Pauls, que llega con una extraordinaria nueva novela bajo el brazo, «La mitad fantasma». Bienvenido al programa, Alan. Sé que vienes de Berlín y que debes estar muy cansado, así que te agradecemos doblemente tu presencia -dijo Cristina Consuegra.

Puedes meterte por el coño tu bienvenida, Cristina. Sé perfectamente que no te has leído mi libro, así que estoy aquí para ocupar unos minutos y ya está. Los ocuparé, claro que sí, sé vivir en la era de los contenidos. Y a todos estos necios que me has puesto al lado, iros a la mierda -dijo Alan Pauls con mucha mala baba.

Antonia Karrigan frenó en seco impertérrita. No se creía lo que acababa de oír. ¿Alan Pauls se había vuelto loco? Quizá tenía el síndrome de Tourette. La agente se rio. No podía ser cierto. Y lo peor es que los demás no decían nada, se reían con educación, y simplemente dijeron que le deseaban lo mismo. ¿Qué le había cogido a Alan Pauls? Por un segundo, sintió un gran alivio de no haber conseguido firmarle como cliente de su agencia de representación. Aun así, estaba intrigada y aparcó el coche para escuchar con tranquilidad.

– No sé si estaréis de acuerdo conmigo en que la literatura argentina vive una especie de boom creativo desde finales de los 90, con nuevas voces que están realmente transformando nuestra manera de ver y entender el mundo -dijo Cristina Consuegra y miró a Samanta Schweblin.

– Por supuesto, desde que la mujer ha conseguido romper el nicho en el que estaba encerrada y convertir su voz, si no en mayoritaria, sí al menos en igual a la de los hombres, nuestra literatura ha crecido. Y no sólo porque haya nuevas voces y nuevos puntos de vista, sino porque los propios escritores masculinos han empezado a leer y valorar a estas escritoras con otras formas de narrar y se han visto influenciadas por ellas. Pienso en Ariana Harwicz, Selva Almada, Magalí Etchevarne, Olivia Gallo, Julia Moret, Mercedes Albinaz, Tamara Groso, Tamara Matov, y la tercera y gran Tamara, Tamara Tenenbaum. Su literatura ha tocado a la nueva hornada de escritores masculinos y les ha enriquecido mucho. La literatura vive su edad de oro no porque se permita publicar a más mujeres, sino porque los hombres han empezado a leerlas sin prejuicios, y esto ha beneficiado en mucho a la literatura en general -dijo Samanta Schweblin y miró a los hombres de aquella mesa para ver si alguno se atrevía a no estar de acuerdo con ella.

– Sí, creo que Samanta ha tocado un buen tema. Me refiero a que una cosa es que se publique a mujeres y otra muy diferente es que los hombres las lean. ¿Lo hacen? Alan Pauls, qué me dices.

– Ah, maldita piraña, cómo te desprecio. ¿No se me permite disentir? Me importa una mierda. La literatura en general es una mierda y te aseguro que la mierda de los hombres y las mujeres es igual. Nunca he ido por un bosque y he visto una mierda en la tierra y he pensado, ¿esto lo ha cagado una mujer o un hombre? Es imposible de saber. Así que me parece estupendo que se lea a mujeres, pero que esto haga que los hombres escriban mejor me parece una gilipollez. Si no existía literatura de mujeres, como las mujeres aseguraban, por qué iba esta literatura de mujeres a ayudar a los hombres a escribir mejor. Odio toda esta patochada y te odio a ti, Cristina Consuegra -dijo Alan Pauls y los oyentes hasta notaron los escupitajos en el micrófono.

Antonia Kerrigan no podía dar crédito. Un demonio alemán debía haber poseído al pobre Alan Pauls. No reconocía al hombre con el que había comido dos días antes, tan cortés, tan educado, midiendo cada palabra. Aquel parecía un ogro que odia la Navidad y quiere que el mundo sea tan miserable como lo es él. Pero lo que más le sorprendió, de nuevo, es que nadie le contradecía, nadie ponía el grito en el cielo al escucharle.

– Me encanta, me encanta, Alan. Me has hecho pensar en Elena Garro y cómo la historia oficial la encasilló como: «mujer de Octavio Paz, amante de Bioy Casares, inspiración de García Márquez y admirada por Borges». Es decir, su valor era medido por su relación con los hombres, como si no fuera nada ni nadie por sí misma. Ahora se empieza a rescatarla de esta infame representación de su talento, así como a la gran María Luisa Bombal. ¿Ha cambiado por fin esta forma de entender y valorar a la mujer escritora?

– Lo que da más miedo no es esto. Cómo se describa a María Luisa Bombal o a Elena Garro, aunque trágico, es insignificante comparado con un problema mayor. Cuántas grandes escritoras no habremos leído nunca y nunca podremos leer precisamente porque no tenían relación con estos «machos» de la cultura latinoamericana. María Luisa Bombal tenía a Juan Rulfo y, aunque Juan Rulfo no le diese valor, al menos le dio visibilidad. Así que el horror es ese, cuántas mujeres no encontraron nunca esa visibilidad por culpa de esta sociedad patriarcal que lamentablemente aún está dando sus últimos coletazos -dijo Rodrigo Fresán, que siempre quedaba de fábula en la radio.

– Serás pedante, boca de nutria. ¡En serio crees que es una tragedia todos los libros que no has leído, con la cantidad de libros que ya hay! El libro sólo es libro si alguien lo lee, así que no existe, no puede existir algo así como un libro perdido, subnormal. La identidad sólo está definida por su relación. Un padre es aquel que tiene un hijo, y un libro es aquel que alguien lo lee. No puedes decir yo soy padre, si no tienes un hijo que lo confirma, como no puedes decir, yo soy un libro, si nadie lo lee. Por eso, si alguien escribe algo que nadie lee, entonces es que no tiene ningún interés. Sólo en cuanto se lea tendrá interés. Por eso los escritores quieren que se les lea, para que lo que hacen tenga interés. No ocurre a la inversa, no escribes algo interesante y decides que alguien ha de leerlo. Por eso, las mujeres querían publicar, para tener interés. Y por eso la mujer es más interesante ahora que hace 50 años, porque ahora interesa, ahora se la lee. Y eso lo dice alguien que odia a las mujeres. Y sabes por qué, porque se parecen horrores a los hombres y los hombres son los peores seres que han surgido de la creación -dijo Alan Pauls todavía más furioso si cabe.

«Por eso los escritores quieren que se les lea, para que lo que hacen tenga interés. No ocurre a la inverso. Por eso las mujeres querían publicar, para tener interés»

Antonia Kerrigan volvió a arrancar el coche y giró el volante en seco. Casi mata a dos personas y convierte el centro de Buenos Aires en un caos, pero y qué. Tenía que ver in situ qué demonios le pasaba a Alan Pauls y por qué sacaba tanta bilis al hablar. Cuando una persona de fondo dulce parece un capullo al hablar es que algo muy serio le ha ocurrido. Si hubiese tenido agente, si se hubiese dejado aconsejar…

Los demás parecían no molestarle en absoluto los modales de Alan Pauls e incluso los celebraban. Le daban la razón, le aplaudían, incluso se reían como si todo fuese un chiste. ¿Todo era un chiste? No lo parecía, no se podía hacer humor con aquellas cosas, no todavía. En cinco minutos llegó a la puerta de la emisora y dejó el coche en doble fila sin importarle en absoluto el tráfico. Tenía que oír aquello de primera mano y confirmar que estaba pasando. Los ojos conforman la realidad y quería averiguar si lo que estaba oyendo no era más que un silbido imaginario en su cabeza.

Cuando llegó a la emisora, Marisa Fatás fue a recibirla. Sabía de sobra quién era del día en que le trajo a Jorge Volpi para que lo entrevistara Cristina Consuegra. Se dieron dos besos y la dejaron mirar la entrevista desde la cabina del técnico de sonido. Lo que oyó volvió a dejarla estupefacta.

– Marcelo Cohen es uno de los mejores autores argentinos que tengo el placer de conocer. César Aira conseguirá el Nobel algún día, no puede ser de otro modo. Y Samanta Schweblin es la única escritora que conozco a la que le debo 1.000 dólares, pero le debo muchísimo más por lo que me ha dado con sus libros de cuentos. Los adoro a todos, incluso a Rodrigo Fresán. No me he olvidado de ti. ¿Me gustaría más Rodrigo Fresán si fuera mujer? No importa en absoluto lo que pueda o no ser, sólo me interesa lo que es y lo que es es un gran escritor -dijo Alan Pauls.

Antonia Carrigan no entendía nada. Ahora no reconocía al dulce y amable Alan Pauls, sólo quería ver al bocazas y rudo insultador. No entendía lo que estaba ocurriendo. Se colocó los auriculares y puso la radio en su móvil.

– ¿Creéis que hemos vencido los prejuicios de género por fin? -preguntó en general Cristina Consuegra.

 Acaso crees que los privilegios sólo son cuestión de género, vieja foca. ¿La raza no importa? Las personas que tienen el culo tan blanco como su cara creen que todo se le debe. ¿Por qué a un escritor musulmán no se le permite escribir más allá de su experiencia como escritor musulmán? A un escritor blanquito se le permite escribir de cualquier cosa. Eso sí que es el horror. ¿Por qué a los jóvenes sólo se les da cobijo si autoficcionan su experiencia de ser jóvenes? Te lo diré. Porque el mundo ha dejado de querer y sólo le interesa representar. Así que todos representamos, todos buscamos ese cobijo y no nos damos cuenta que al final tenemos que vivir únicamente bajo esa representación. Mira, una mujer. ¿Lo es? ¿Importa? Y no digo que Samanta Schweblin sea una yegua coja y fea, como tantas otras mujeres que hay por aquí, sólo digo que cuando leo sus cuentos no veo representadas a las mujeres, sólo eso, y me encanta, porque estoy harto de que me digan cómo son las cosas que yo ya veo por mi mismo. No hay nada más aburrido. Ah, pero hacerme ver cosas que antes no estaban allí, eso sí es magia. ¿Por qué el mundo ha interiorizado aquello de «escribe de lo que sabes» cuando lo que debería predicar es precisamente lo contrario «escribe de lo que no sabes»? Al menos hay que intentar saber más, demonios. El mundo es una mierda ahora y era una mierda antes y seguirá siendo una mierda después y cómo sólo queremos a los escritores que describan esa mierda con la que nos retozamos, eso es lo que tendremos. Sí, confirmarnos en los otros nos da confort y cobijo, es repugnante. Es descorazonador. Porque, te lo repito, cuando he ido por el bosque y he visto una mierda, nunca he sabido adivinar si la mierda había salido del culo de un hombre o de una mujer. Y luego están todos estos periodistas de pacotilla que ponen el ventilador de los elogios en marcha y venga a extender la peste. Porque la mierda es mucha. Sabes por qué César Aira recibirá el Nobel, no por que lo merezca más que otros, sino porque lo habremos dicho tanto que al final se lo darán. Por eso es importante decir las cosas, no porque sean así, sino para que sean así. Por tanto, si decimos que las mujeres escriben tan bien como los hombres, no es porque escriban tan bien como los hombres, sino para que escriban tan bien como los hombres y escriben y escribirán tan bien como los hombres, o tan mal, vamos. Todo es mentira, vosotros sois mentira, vosotros, los medios, sois la peste que se extiende.

Antonia Karrigan volvió a quitarse los auriculares y se quedó estupefacta. En el estudio se veía un hombre tranquilo diciendo obviedades que hacían sentir bien a la gente, pero en la radio se oía a un energúmeno menospreciando a la humanidad entera.

– ¿Me puedes decir qué acaba de decir? -le preguntó al técnico de sonido, un tipo joven, de unos 28 años, que nunca había escrito ni un cuento ni un pequeño poema, así que era muy raro que Antonia Kerrigan hablase con él.

– Ha dicho que Samanta Schweblin es una gran escritora y que la nueva literatura es fenomenal y que, no sé, escúchelo usted, yo tengo trabajo -dijo el chico y volvió a centrarse en el control del sonido.

Antonia Kerrigan hizo caso al joven y volvió a escuchar el programa desde la cabina. Alan Pauls no paraba de elogiar a todo el mundo. Parecía que cada palabra fuese un tímido besito en la mejilla, que no fuera escritor, sino un pajarito amoroso. Pero entonces se ponía los cascos y lo único que salían eran insultos e improperios. No lo pudo aguantar más, tenía que hacer algo, aquella radio iba a destruir la carrera del genial escritor.

A pesar de las luces rojas, Antonia Kerrigan entró en el estudio y corrió al lado de Alan Pauls, apartándolo del micrófono. Nadie entendía qué hacía esa señora allí y por qué se abalanzaba de esa manera sobre el escritor argentino. Todos la conocían, sabían que era una importante agente literaria, lo que no sabían es por qué parecía tan nerviosa, como si se hubiese tragado un pastillón tan grande como una caja de berenjenas.

– No hables más, no hables más, este micrófono está reproduciendo al revés todas tus palabras -exclamó sabedora de lo raro que era lo que estaba haciendo e intentando explicarse bien.

– Bueno, bueno, bueno, esto sí que es una sorpresa. Acaba de entrar al estudio como un ciclón Antonia Kerrigan, que para los que no lo sepáis es una importante agente literaria española con una cartera de clientes que incluyen a Jorge Volpi o María Dueñas. ¿A qué debemos esta inesperada visita? -preguntó cortés Cristina Consuegra, que sabía que el directo era sagrado y había que adaptarse a él.

– Hola Cristina, perdona que haya entrado así, pero he estado escuchando a Alan Pauls en el programa y te aseguro que lo que dice no es lo que se transmite en antena -dijo Antonia Kerrigan, temiendo quedar como una loca.

– Vaya, no sabía que eras la agente de Alan Pauls. Habéis visto, oyentes, esto es lo que hace una buena agente, procurar que lo que quiere decir un autor se reciba de forma perfecta -dijo Cristina Consuegra.

– No es mi agente, y ya soy bastante mayor para saber o no lo que digo. Así que gracias, Antonia, pero no necesito tu ayuda. No la quería ayer y no la quiero ahora -dijo serio Alan Pauls, que no entendía a qué venía toda esa comedia.

– No, no lo sabes. Aquí te oigo ser una persona cabal, educada, inteligente, pero en la radio se te oye insultando a todo el mundo, siendo irascible e increíblemente maleducado -dijo Antonia Kerrigan, que no entendía la tozudez de ese hombre en no dejarse ayudar.

– Venga ya, ¿es un micrófono diabólico? Quizá sólo eres tú quien no quiere entenderme bien, Antonia -dijo Alan Pauls.

– Por favor, Alan, hazme caso, estás quedando como un capullo -exclamó Antonia Kerrigan, enfadada.

– Si se me permite … -empezó a decir César Aira.

– Cállate -gritaron Alan Pauls y Antonia Kerrigan.

– No entiendo por qué hay escritores que se resisten a dejarse ayudar por agentes literarios. Si no hay futbolista que no tenga su agente, por qué debe haber escritor que no lo tenga. Estoy muy a favor de gente que luche por mi bienestar, aunque sea pagando -dijo Rodrigo Fresán.

– No lo sé. Una vez hablé con Juan Cruz para que me representara, pero entonces pensé una cosa, ¿por qué iba a querer yo que me representara un hombre con un hombre más pequeño que su propio nombre? Y me enfadé de que se atreviera ni a proponérmelo -dijo Samanta Schweblin.

Así que tenemos un micrófono diabólico. Tendremos que preguntar a nuestros oyentes. Esto se pone muy interesante. Y luego dicen que la literatura argentina ha perdido sentido del humor. Qué vergüenza. A ver, amigos y amigas, llamadnos y contadnos qué ha dicho Alan Pauls en esta interesante sección de nuestro programa, a ver si coincide con lo que nosotros hemos oído. Y, por favor, sed específicos, porque si Antonia Kerrigan tiene razón, queremos saber con todo lujo de detalles lo que ese diablo está diciendo en nombre de Alan Pauls -afirmó excitada Cristina Consuegra.

– Tenemos una llamada -dijo Marisa Fatás al instante desde el control de sonido.

– Oh, qué rápido, tenemos los mejores oyentes del mundo. Sí, con quién hablo -dijo Cristina Consuegra.

– Soy Claudia Piñeiro. Hola Cristina y hola a todos, claro -dijo la oyente.

– No me lo puedo creer. Eres Claudia Piñeiro, la gran Claudia Piñeiro.

– Oye, cerda, déjate de estupideces condescendientes, que todos sabemos quién eres en realidad, oruga del desierto. Voy a contestar a tu pregunta y te diré que Alan Pauls me ha parecido todo un caballero, así que Antonia Kerrigan puede irse a la mierda -dijo Claudia Piñeiro como si en lugar de lengua tuviese un camionero.

– Oh, no, no, esto es… -empezó a decir Cristina Consuegra e hizo una señal a control para que cortase la llamada -. Nosotros no aceptamos un lenguaje así en antena, aunque quien lo diga sea la mismísima María Teresa de Calcuta. Claudia Piñeiro, si quieres volver a llamar para disculparte, estás invitada, pero no vamos a tolerar insultos ni menosprecios de ninguna forma, y menos a nuestros invitados.

– ¿Quizá es que la pobre Claudia también tenía un micrófono diabólico? -dijo Alan Pauls con ironía.

– Vaya, un micrófono que habla por ti, pero que lo hace fatal, eso sí que me recuerda a un agente -dijo divertida Samanta Schweblin.

– A mí me parece que… – empezó a decir César Aira.

– Oh, cállate ya, César Aira, no paras de hablar -bromeó Rodrigo Fresán, pero el otro se lo tomó a mal y no dijo nada más.

– Lo que quiero dejar claro es que adoro a Antonia Kerrigan y que agradezco el interés que siempre ha tenido por mí, pero prefiero representarme a mí mismo, simplemente eso, por mucho dinero que deje de ganar de esta manera. Me encanta hablar por mí mismo, esa es la verdad -dijo Alan Pauls, que se levantó, dio dos besos a Antonia Kerrigan, y se despidió. educadamente de todo el mundo.

Esto es lo que los oyentes de Cristina Consuegra oyeron en antena mientras Alan Pauls se despedía: «Adios, César, eres un desagradable amante de los monos; Samanta Schweblin, jodida rata usurera, que te pudras; Rodrigo Fresán, bésame el culo, te gustará; y Antonia, eres una reptil chupasangre, pero a mí no me alcanzarás, soy más listo que eso.

Los cuatro de aquel estudio se rieron y dijeron adiós con cariño a Alan Pauls. Los oyentes no entendían nada. Por suerte, Antonia Kerrigan cogió el micrófono y lo explicó bien.

– Gilipollas, enano mantecoso, baboso engendro, que te parta un rayo, memo. Ya vendrás a mí llorando cuando te pongan la grabación del programa. Ah, pero yo no estaré allí para ayudarte, que te ayude tu madre a no quedar como el culo, si todavía la tienes -dijo y también se levantó de su asiento.

– Pues esto es todo por hoy, amigos. De nuevo, mil gracias a mis invitados de hoy, son un auténtico amor. Y mil gracias también a nuestras invitadas sorpresa, la agente Antonia Kerrigan y la alterada escritora Claudia Piñeiro, que por supuesto recibiremos con un caluroso abrazo si vuelve al programa y explique su extraña actitud de hoy. Amigos, escuchad siempre a las personas que se disculpan. De parte del equipo, de Marisa Fatás en la producción, Jesús Ordovás en la tabla de sonido, y yo misma, un caluroso abrazo y hasta mañana a la misma hora. No falten, averiguaremos si tenemos o no un micrófono fantasma, lo juro. Buenas tardes a todos -se despidió Cristina Consuegra y volvió a sonar la sintonía del programa, seguida de la señal horaria de las noticias de las siete.

Portada de ·»La mitad fantasma»

Alan Pauls es un extraordinario escritor argentino que vuelve a las librerías con «La mitad fantasma», una historia de amor en la era digital que desnuda hasta la vergüenza todas las manifestaciones contemporáneas de afectos y desafectos. Adorado por Roberto Bolaño o Ricardo Piglia, Alan Pauls demuestra que sigue teniendo un espeluznante don de narrar la nada contidiana.

Publicado por carlossalasoler

Uno de esos que sabe que cuando escribe: "La marquesa salió a las cinco", quizá la marquesa no salió a las cinco, quizá eran las seis o ni siquiera era marquesa. La escritura siempre es una aproximación a la verdad, nunca es la verdad.

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