La tristeza de Víctor Amela

A veces miraba por la ventana y se ponía melancólico. Sus ojos temblaban y comenzaba a hacerse un montón de preguntas, preguntas difíciles, sin respuesta, del tipo que asustan cuando las piensas demasiado. ¿Qué hago aquí? ¿Qué importa lo que hago? Y si importa, ¿por qué a mí no? ¿Por qué a mí no me importa nada?

La cabeza del periodista Víctor Amela no tenía buen aspecto. Si alguien se tomaba la molestia de fijarse, la vena de su sien palpitaba de forma exagerada, en un extraño baile que hacía presagiar lo peor. Él no se encontraba mal, no se encontraba y punto. Bullía, estaba nervioso, febril, desesperado. Su vida se presentaba como un agujero negro que aguardaba a engullirlo más pronto que tarde. Tenía los músculos atenazados y el rictus de su cara se había congelado en una tétrica sonrisa. No sabía por qué estaba así, pero lo estaba y el no saber lo humillaba, lo reducía a una burla, un chiste malo. Y todos creyendo que su sonrisa era cosa de su buen humor cuando no era más que reflejo de su histeria. No lo podía soportar. Quería gritar a todo el mundo que se fueran al diablo, pero sabía que eso no lo podía hacer, con lo que todavía estaba más intranquilo y nervioso.

Vivía sin lujos, pero con todas las comodidades en un séptimo piso de Rambla Catalunya. Tenía unas magníficas vistas. Le encantaba salir al balcón y tomar una cerveza fría después de un largo día de trabajo. La vida, en apariencia, había sido amable con él, pero no lo suficiente. Nunca es lo suficiente. Y ahora sentía que todo se iba al garete, que lo que había conseguido no servía de nada y que el tiempo le había enterrado muchos años antes que su propia muerte. Miraba a los demás y no sentía que fueran sus semejantes, como si viviese rodeado por una especie de recubrimiento invisible que lo apartaba del resto de seres humanos. No había compañía, ni amor, ni cariño, ni siquiera contacto accidental, como si viviese en un paralelo diferente y fuese imposible comunicarse con los demás.

Aquel día había sido de los malos. Llegó a casa destrozado, deseando encontrar un poco de paz, pero lo único que encontró fueron remordimientos. Debían ser las once de la noche, porque la luna estaba baja y no quedaba casi nadie en la calle. Notaba el silencio como un hormigueo que le iba royendo por dentro.

Había llovido y el suelo estaba húmedo. Los camareros ya habían recogido las terrazas, con las sillas encadenadas unas encima de otras. La brisa era fría y la noche muy oscura. Y entonces se preguntó algo que hacía tiempo que le rondaba por la cabeza. Si tuviese alas y supiese volar, ¿las desplegaría ahora al tirarse por aquella ventana o se dejaría caer al vacío para olvidarse de una vez de esta maldita vida? ¿Cuántos pájaros renunciarían a la vida de esta manera? Ninguno, se dijo, y no lo entendía.

Un mirlo blanco se posó entonces en el alféizar de su ventana. El pájaro levantó la cabeza con desafío. Sus ojos eran fríos. Intentó tocarlo, ver si sus sentidos no le engañaban, pero ni lo rozó. Salió volando. ¿Por qué los pájaros siempre desplegaban sus alas? ¿Qué razones tendrían ellos para vivir? ¿Necesitaban razones? Miró cómo el animal desaparecía en la noche. Una pequeña lágrima le cayó por el ojo izquierdo y sintió un vacío en el corazón. Ahora no tenía ninguna duda de la respuesta a su pregunta. No, él no las desplegaría.

Víctor Ámela no sabía por qué no se atrevía a lanzarse abajo y olvidarse de una vez de la existencia. Había vivido lo suficiente, por qué más. Y había tenido años buenos, así que sabía que su vida podía ser diferente. Esto era lo que le sacaba de sus casillas, su incapacidad de dar la vuelta a la situación. Ahh, cada vez estaba más tentado en hacerlo, a lanzarse al vacío, nunca mejor dicho.

Cerró la ventana con un escalofrío y juró no volver a mirar hasta que tuviese el valor de hacer las dos únicas cosas que se podían hacer en esta vida, vivir o morir. Ahora parecía que no tenía valor para ninguna de las dos. Y, sin embargo, continuaba allí, vivo, y no podía más. Sentía un peso en su conciencia que le enterraba entre toneladas de mierda. ¿Cómo acabar con esa sensación? No se podía. Parecía que él no fuese nada más que eso, ese hundimiento y a veces hasta lo único que sentía era asfixia. Ni siquiera se permitía sentir lástima por sí mismo, no lo merecía.

Imaginó saltar por la ventana y dejarse caer hasta el final. Algo en su interior gritaba que desplegase las alas, que había tantas cosas por las que dar gracias, pero no hacía caso. Entonces notaba un fuerte impacto, pero ningún dolor. Y nada más. No parecía muy difícil. ¿Acaso era tan sencillo? Y si era tan sencillo, ¿por qué le parecía la cosa más difícil del mundo?

Un estremecimiento le hizo caer de espaldas. Sabía que tenía que reaccionar, dejarse de tonterías. No vivía sus mejores días, pero y qué, qué importancia podía tener en una vida que siempre se confirma cíclica y pasajera y donde ni siquiera el dolor permanece. Ahora bien, ¿podía esperar a tiempos mejores? ¿En serio podía ser tan iluso de esperar tiempos mejores?

Su trabajo en el departamento contable de Evercom, una importante agencia de comunicación, le tenía crucificado. Durante muchos años le había permitido no pensar en la inutilidad de la experiencia, pero ahora era demasiado mayor e inteligente como para seguir engañándose. Nada podía distraerle de esa evidencia, ni trabajando 20 horas al día, lo que hacía el esfuerzo más inútil y sonrojante.

Miró sus libros en la estantería del comedor. Había escrito tantos. Él era un hombre de letras y sin embargo vivía rodeado de números. Soñaba con números, con matarlos.

Estaba en su trabajo ocho horas al día y, cuando volvía a su casa lo único que se preguntaba era ¿por qué? A veces soñaba con una vida mejor y se relajaba por unos instantes. Luego volvía a sentirse miserable al sólo tener a los sueños como válvula de escape. Necesitaba algo más tangible. Y sin embargo… Iba a trabajar como cada día, pero había detalles que le hacían darse cuenta de que aquello era diferente. Las habitaciones estaban pintadas de rojo. Nunca habían estado pintadas de rojo. Sonreía en habitaciones pintadas de rojo y eso le encantaba. Entonces aparecía su jefe y… Su jefe era un hombre que vestía con pajarita y lo odiaba. Se llamaba Marius. Tenía la cabeza como un huevo y al verlo con su impecable traje azul no podía evitar reírse en su cara porque, quien no se reiría de un huevo vestido de azul.

Quería dejar su trabajo, en su cabeza lo había dejado un millón de veces, pero le gustaba la seguridad que le ofrecía. En realidad, tampoco tenía muchas razones para quejarse. Acababa a las siete de la tarde, llegaba a casa a las ocho y tenía el tiempo suficiente para escribir e investigar para sus novelas históricas. Sabía que no tenía derecho a quejarse, y aun así…

No, no entendía la insatisfacción que le atenazaba, ni ese peso en su cerebro que parecía separarle cada vez más de los demás. Le pesaba ser él mismo, le agotaba ser él mismo y esa era una horrible sensación. Algún día haré una tontería y no habrá marcha atrás, se decía. Sabía que tenía que dejar su trabajo, sabía que tenía que ser valiente, pero también que no lo haría, que no se lo podía permitir. Está bien ser bohemio y morirse de hambre si te gusta comer con los perros y oler mal. A Víctor Ámela le gustaba comer en restaurantes y oler a jazmín y para eso necesitaba un montón de dinero.

Su mujer, la ilustradora y diseñadora Maite Niebla, tampoco atravesaba un buen momento. Sus encargos estaban muy por debajo de su talento, tenía que perseguir a sus clientes para que la pagasen y encima la cuota de autónomos no le daba ninguna ventaja, ni para ahora ni para el futuro. Sufría terribles jaquecas que la obligaban a estirarse en la cama y ver las horas pasar. No había analgésicos que la aliviasen. El coronavirus le había robado el olfato y no lo había vuelto a recuperar, su padre tenía principios de demencia, su mejor amiga de la infancia había muerto de cáncer, su lívido estaba por los suelos y su operación estética había salido fatal. Y entonces su marido llegaba a casa con cara de besugo triste y pensaba, para qué, qué bien nos hacemos el uno al otro.

– ¿Qué tal tu día cariño? -le preguntaba.

– Como siempre -contestaba Víctor Ámela lacónico.

Los dos sabían lo que eso significaba y el silencio volvía a instalarse en aquel piso.

A Víctor Amela le entristecía pensar que el mejor momento del día era cuando ella se iba a dormir y él podía quedarse sólo y pensar. Encendía la televisión y se quedaba dormido con una estúpida sensación de culpa. No hacía nada más. No siempre había sido así. Miraba a su mujer y se preguntaba cuándo dejó de ser importante y valioso estar a su lado.

En teoría, ahora era cuando podía trabajar en su nueva novela, pero se le cerraban los ojos antes incluso de que pudiese encender el ordenador. Le era imposible escribir ni una línea. Estaba harto de este ritmo de vida y de esta depresión que no le permitían dedicarse a su auténtica pasión. Tenía que escribir sobre cátaros, sobre íberos, sobre Antolodón el magnífico, pero lo único que podía hacer era dormir y soñar en que mañana no estaría tan cansado. Y mañana siempre estaba más cansado. Entonces es cuando iba a la ventana y miraba al suelo con deseo.

Aquella noche, mientras el mirlo blanco desaparecía en la oscuridad, se oyó el timbre de la puerta. No solía venir gente a su casa a las once de la noche, pero acababan de llamar, eso era un hecho. Seguramente sería un vecino con alguna aburrida petición, pero fuera lo que fuera era más conveniente abrir que oír aquel timbre toda la noche. Para Víctor Amela, un timbre siempre era el anuncio de una catástrofe, del bombardeo de Londres, del de Dresde o de algo peor.

Se oyó un segundo timbrazo.

– Vas a abrir tú o tendré que levantarme de la cama -dijo Maite Niebla con ironía desde el dormitorio.

Siempre decía que ella tenía que hacerlo todo. Tenía razón, aunque Víctor Amela no estuviese de acuerdo.

– Ya va, ya va -contestó éste de mal humor.

Al levantarse y abrir la puerta, se encontró con Albert Lladó, un joven escritor y periodista que daba clases en el Ateneu Barcelonés. Parecía perdido y miraba confuso al resto de pisos. Víctor Amela pensó en la juventud. No, no era esto lo que echaba de menos. Siempre había sido viejo o se había sentido así.

– Perdón, creo que me he equivocado -dijo Albert Lladó avergonzado.

– ¿Por quién preguntas? -contestó Víctor Amela con simpatía, apiadándose del chico e intentando no cargar sobre él sus frustraciones.

– Busco a Víctor Amela el llorón -dijo serio el otro.

– ¿Perdona? -preguntó Víctor Amela sin acabar de creer lo que había oído.

– Me han dicho que aquí vivía Víctor Amela el llorón. Disculpa, sé que es tarde, deben haberme dicho las señas mal -afirmó Albert Lladó con educación.

– Yo soy Víctor Amela -dijo Víctor Amela, que empezaba a no hacerle gracia la broma.

– ¿Usted es Víctor Amela? Dios, claro que lo es. Vaya, que tonto. Ya sabe, fuera de contexto, a uno le cuesta más reconocer a las personas. Quién iba a sospechar que Víctor Amela me iba a abrir la puerta. Espere, ahora que lo pienso… Ya entiendo la confusión. Yo a quien busco es a Víctor Amela el llorón. Me deben haber dado su dirección por error. Lo siento. Soy un gran admirador suyo. No le molesto más -dijo Albert Lladó, con el rostro un poco encarnado, y empezó a marcharse.

– ¡Y quién es Víctor Amela el llorón! -exclamó el otro.

– No se preocupe. Lo que tiene que saber es que es un indeseable y que no es usted -sentenció Albert Lladó y comenzó a bajar las escaleras del edificio.

Víctor Amela cerró la puerta enfadado. No necesitaba ahora historias grotescas para sentirse mejor. Necesitaba calma y un poco de amor propio. ¿Llorón? No le habían llamado llorón en la vida y no iba a aceptar que se lo empezasen a llamar ahora.

Cerró con rabia la puerta, pero antes de que pudiese volver al sofá e intentar olvidarse de todo, el timbre volvió a sonar.

– ¡Pero es que todavía no has abierto la puerta! ¡¡No sabes hacer ni esto!! -volvió a gritar Maite Niebla desde el dormitorio.

– Ya va, ya va -gritó Víctor Amela y se dirigió otra vez a la puerta.

La abrió convencido de que allí estaría Albert Lladó con alguna disculpa educada, pero nada más lejos de la realidad.

– Buenas, caballero, vive aquí Víctor Amela el llorón -preguntó un hombre mayor, de unos ochenta años, de sonrosadas mejillas y una prominente dentadura. Vestía con elegancia y estaba clarísimo que se amaba a sí mismo tanto o más que cuanto amaba a su vida.

– ¿No es usted Mario Vargas Llosa? -preguntó Víctor Amela desconcertado.

– En efecto, señor -dijo aquel hombre y le ofreció una encantadora sonrisa.

– No me lo puedo creer -es lo único que pudo decir Víctor Amela.

– Ya, me pasa siempre. Nadie cree que pueda ser yo. Por suerte hace años que no hago caso a nadie -dijo chistoso el premio Nobel.

Cuando reía, las mejillas se le encarnaban más. Supongo que por eso no quería reír mucho. Corría el riesgo de que su cabeza explotase.

– Pero, pase, por favor, pase -dijo Víctor Amela a continuación -. Puedo ofrecerle algo para beber.

– No, no, no quiero abusar de su amabilidad. Sólo quiero que me diga si vive aquí Víctor Amela el llorón y si no es así, si tiene una idea de dónde podría encontrarlo -señaló Mario Vargas Llosa, que volvía a tener el sonrosado habitual en las mejillas.

Víctor Amela estuvo tentado en decir que era el llorón, sólo para tener una excusa para pasar más tiempo con el premio Nobel, pero todavía tenía demasiado orgullo como ara describirse de forma tan poco agraciada. Pero no pasa todos los días que un premio Nobel llama al timbre de tu casa. No, no puedo hacerlo, se dijo y no lo hizo.

– Lo siento, yo soy Víctor Amela, pero no tengo ni idea de quién es Víctor Amela el llorón. No sé dónde vive. En realidad, ni siquiera sé si existe -dijo Víctor Amela, con la mano en la puerta.

– Oh, sí que existe. Tiene suerte de no conocerlo. Le aseguro que todos los que lo conocen preferirían no haberlo conocido nunca-dijo Mario Vargas Llosa enigmático.

– Vaya, pues entonces que tenga buena suerte y no lo encuentre -contestó Víctor Amela.

– Ha sido muy amable, señor Amela y disculpe por la confusión -aseguró Mario Vargas Llosa haciendo una semi reverencia.

– No, si confundido sigo estándolo -contestó Víctor Amela y cerró la puerta, cansado de tanta conversación inane, fuera con un premio Nobel o no.

Antes incluso de que pudiese soltar la mano del pomo y girarse, el timbre volvió a sonar. Mario Vargas Llosa era un hombre muy olvidadizo, todo el mundo lo sabía, quizá se había olvidado su chaqueta. Luego recordó que el premio Nobel no llevaba chaqueta y que tampoco había entrado en su casa, así que era imposible que se hubiese olvidado algo allí.

Abrió la puerta. No era Mario Vargas Llosa, pero era otra persona mayor. En la puerta, fumando un puro, estaba Marius Carol, su antiguo jefe.

– Dios mío, Marius, que susto, creía que eras Mario Vargas Llosa -dijo Víctor Amela nada más verle.

– No entiendo por qué te iba a asustar Mario Vargas Llosa, la verdad. Entendería que te asustase un mono gigante, una serpiente, un hombre con un cuchillo, pero un premio Nobel. Y yo no me parezco a Mario Vargas Llosa, si fuese Marius Vargas Llosa aún.

– No, me refería a que… Bueno, da igual, es una larga historia. Qué quieres, Marius -dijo Víctor Amela, que le dio pereza tener que explicar a su jefe lo que acababa de ocurrir.

– Estoy buscando a Víctor Amela el llorón y he supuesto que tú, al llamarte prácticamente igual, sabrías dónde se encuentra-dijo Marius Carol sin embalajes.

– Tú también, Marius. No me lo puedo creer -dijo Víctor Amela en un tono decepcionado.

– ¿Yo también? Quién más ha venido preguntando por él -dijo nervioso e imperativo Marius Carol.

– De momento, Albert Lladó y Mario Vargas Llosa.

– Maldita sea. No les habrás dicho dónde está -exclamó Marius Carol y empezó a alborotarse su pelo.

– Dónde está quién -preguntó Víctor Amela incrédulo.

– Quién va a ser, Víctor Amela el llorón-gritó Marius Carol, que se dio la vuelta sin ni siquiera esperar a que el otro contestara y se fue corriendo escaleras abajo -. Si vuelven, no les digas nada. Júralo -gritó desde las escaleras.

Víctor Amela no entendía nada. Pidió a Marius Carol que se detuviese, le volvió a preguntar qué demonios pasaba, pero no contestó, sólo dejó tirada en el suelo una gabardina que antes aguantaba en el brazo. Víctor Amela la recogió y entró de nuevo en casa. Aquel abrigo olía a frambuesas. Marius Carol siempre olía a frambuesas, parecía un duende del bosque.

Al cerrar la puerta, fue a dejar la gabardina en la silla, convencido que tarde o temprano Marius Carol volvería a recogerla.

– Cariño, por qué no te vienes a la cama -dijo con cierto tono imperativo Maite Niebla.

– Ahora voy, cariño, vete a dormir -dijo Víctor Amela intentando poner orden a sus ideas.

En ese momento, el timbre volvió a sonar.

– ¡Pero aún no has abierto la puerta! No me lo puedo creer -gritó Maite Niebla desde el dormitorio.

– Ahhhhh -gritó Víctor Amela y volvió a ir a abrir.

Cuando vio quien tenía delante casi se pone a llorar. No podía más.

– ¿Por qué has tardado tanto? – preguntó Maite Niebla, allí, de pie, en el otro lado de la puerta, vestida con un elegantísimo traje de noche.

– ¡Cariño! -gritó Víctor Amela, mirando hacia atrás, llamando a la mujer que el presuponía en el dormitorio sin comprender cómo podía ser que estuviese ahora delante suyo.

¿Alguien estaba en la cama? Alguien tenía que estar en la cama. ÉL no estaba en la cama, eso lo sabía, pero los demás.

– ¡Por qué me gritas! No estoy sorda -dijo Maite Niebla delante suyo.

– Estabas en la cama, no, estás en la cama, tienes que estar en la cama -dijo Víctor Amela tartamudeando.

– Ja ja ja, parece que el que tiene que estar en la cama eres tú -dijo Maite Niebla con una sonrisa burlona.

Víctor Amela la miraba perplejo. Hacía tanto tiempo que no la miraba con atención que quizá no era ella. Quizá no se había dado cuenta de que había cambiado. Quizá aquella que tenía en frente sólo era una impostora, qué sabía él, todo era posible. Era más probable que se hubiese confundido él y ésta no fuera su mujer a que su mujer fuera ésta y también estuviera ahora dormida en la cama. Sí, según la física teórica era posible, pero poco probable. Y era prácticamente imposible que se hubiese despertado, se hubiera puesto un vestido de noche, se hubiese colado por su espalda sin que él se percatase y una vez fuera de la casa, hubiese llamado sólo para intentar sorprenderle. Venga ya, aquella mujer tenía el sueño ligero, pero no tanto. No, eso era imposible, Lo que estaba claro es que aquella persona que tenía delante era su mujer por un motivo bien simple, quién querría fingir que era su mujer ahora, por favor. La miró de nuevo. Lo único que quería es que entrase en casa y se callase.

Sin embargo, ella no se movía de allí, como intentando ver lo que había en ese piso desde fuera. Conocía esa expresión. La había visto tres veces antes sólo en esa noche. Rezó en secreto por que no volviera a pasar lo que suponía iba a pasar a continuación.

– Dios, por favor, no lo digas, tú no, Maite, vete a dormir y no digas nada -exclamó Víctor Amela apartándose y dejándola pasar.

– Qué te pasa, cariño, pareces nervioso. Con esa cara de pasmado te pareces un montón a Víctor Amela el llorón -dijo Maite Niebla y volvió a reír.

– ¡No soy Víctor Amela el llorón! -exclamó histérico.

– Ja ja ja, claro que no eres Víctor Amela el llorón. Cómo ibas a ser Víctor Amelael llorón. Anda, aparta y ven a la cama, que te veo muy nervioso-dijo Maite Niebla acariciándole la cara y dándole un beso.

Él se quedó petrificado. Vio como esa mujer entraba en el dormitorio. Quizá tenía razón, quizá debería ir a la cama y olvidarlo todo. Miró su mano. Tenía el pulso agitado. Dios, se dijo, quizá sí que soy Víctor Amela el llorón después de todo. Qué malo había en ser Víctor Amela el llorón. Me refiero a que podía ser el ladrón o el cabrón o el matón y no lo era. Por qué no iba a ser Víctor Amela el llorón. Iba aceptar su suerte y llorar a pleno pulmón, pero se contuvo. Iba a volver a la cama con su mujer cuando el timbre volvió a sonar.

– ¡No, no, no! -exclamó y se negó a ir a abrir.

Quien fuera no parecía tener paciencia para esperar y empezó a llamar una y otra vez al timbre. Él no quería moverse. No quería más sorpresas y menos ser Víctor Amela el llorón.

– ¡Dios, al final tengo que hacerlo todo yo, como siempre! -gritó su mujer, saliendo de la cama y poniéndose una bata.

Maite Niebla era muy atractiva cuando se enfadaba y cuando abría puertas era todo un espectáculo. Pasó como una exhalación por el lado de Víctor Amela, que se negaba a moverse. Éste intentó detenerla, pero sólo consiguió rozarle la bata.

– Por favor, no abras -rogó.

Maite Niebla se giró y lo miró con decepción. No le hizo caso. Nunca le hacía caso, por qué iba a ser ahora diferente. A veces se olvidaba de por qué se había casado con ese hombre. Nunca pensó que acabaría siendo la madre de un hombre de 60 años, pero eso es lo que ahora parecía. Y estaba harta.

Abrió la puerta con malas pulgas, cansada de oír aquel maldito timbre toda la noche sin que su marido hiciese nada. Parecía que le asustasen los timbres, como si fuera un criatura de dos años que no soporta los ruidos estridentes.

Al otro lado de la puerta apareció un hombre joven con el rostro rojo y la mandíbula desencajada.

– Maldita sea, bastardo, tú eres Víctor Amela el llorón -gritó Albert Lladó nada más ver a Maite Niebla.

– Sí, sí, sí, soy yo, qué quieres-lloró Víctor Amela acercándose a ese hombre creyéndose que se refería a él y apartando a Maite Niebla de allí.

– ¡Qué! No, me refería que es ella Víctor Amela el llorón. Señor Amela, por favor, no intente encubrirla -dijo Albert Lladó con la voz ajada, dispuesto a hacer cualquier cosa para acabar con Víctor Amela el llorón.

– ¡Me has llamado Víctor Amela el llorón, maldito enano! Ven, acércate, y verás cuánto me hacen llorar los imbéciles -dijo Maite Niebla fuera de sí y cogió a Albert Lladó de la solapa y lo elevó varios metros del suelo.

– Maite, suéltalo -dijo Víctor Amela asustado.

La última vez que había visto a Maite Niebla coger a un hombre y elevarlo hasta el techo fue en 1998. Estaban en una fiesta literaria y Sergi Pàmies empezó a burlarse de su vestido. Era un bonito vestido y Maite Niebla odiaba por encima de todo a las personas que se burlaban de las cosas bonitas. ¡Que se burlasen de las feas! Cogió al escritor, lo levantó y lo tiró tan a lo lejos que cuando cayó era mexicano y se llamaba Jordi Soler.

Víctor Amela recordaba perfectamente aquella noche. Ahora era incapaz de distinguir a Sergi Pàmies de Jordi Soler y no era agradable. Cuando se encontraba con uno de ellos decía, eh, y se marchaba lo más rápido posible quedando como un maleducado.

Después de mucho ejercicio de autocontrol, Maite Niebla dejó caer a Albert Lladó al suelo. El pobre se torció un pie por la caída y empezó a gritar de dolor.

– Quién es el llorón ahora, eh, niño mierda -dijo Maite Niebla mirando al chico con sarcasmo.

El pobre se cogía el tobillo con las dos manos y se balanceaba de un lado a otro.

– Me habían dicho que eras tú -dijo Albert Lladó con los ojos llorosos -.Lo siento. Sólo quería encontrar a Víctor Amela el llorón antes de que lo hiciese Mario Vargas Llosa.

– ¿Por qué? -preguntó Víctor Amela, lo que fue muy útil para que todo el asunto se entendiera un poco mejor.

– ¿No lo sabes? Está acabando con todos los llorones. Temía que fueras el siguiente. Tenía que asegurarme de que no eras un llorón. Pero entonces me han dicho que a quien buscaba era a tu mujer y he venido corriendo para intentar salvaros. Soy un gran admirador también de ella.

– ¿Salvarnos? Salvarnos de qué, de nuestra tristeza.

– No, de Mario Vargas Llosa, es ocho veces peor que la tristeza.

– Pues yo soy Víctor Amela el llorón y si me busca, aquí estaré. Y como toque a mi mujer ni que sea un pelo, te juro que le meteré el premio Nobel por el codo de uva que tiene -dijo Víctor Amela totalmente fuera de sí.

Sí, estaba deprimido, lo sabía de sobra. Ahora, encima de todos sus problemas, querían convertir estar desesperado en un crimen. Cómo iba a ayudarle eso. Estaba furioso. Empezó a sentir que su sangre corría por sus venas a mayor velocidad. Notaba que su temperatura corporal se elevaba a 50 grados. Sí, estaba furioso y le encantaba, pues mientras estaba furioso no estaba triste. Era imposible estar las dos cosas a la vez. Albert Lladó hasta se apartó, un poco intimidado por la nueva fuerza de aquel extraño hombre melenudo.

– Me encanta encontrar a un hombre cabal, seguro de sí mismo, que no llora por los sin sabores de la vida, si no que se enfrenta a ellos con rabia. Si te presentas así, Mario Vargas Llosa no podrá hacer nada porque no te reconocerá nunca -dijo Albert Lladó.

– ¿Y qué piensa hacer? -preguntó Maite Niebla preocupada.

– Creo que ha dicho que quiere cortar el pelo de Víctor Amela el llorón y darle así más motivos para llorar -dijo Albert Lladó.

En ese instante, Marius Carol se presentó en el pasillo buscando su gabardina y al ver a Albert Lladó frente a Víctor Amela se quedó blanco. Maite Niebla lo vio y le entró la risa. No pudo evitarlo. Vio de reojo a un huevo con barbita y un impecable traje azul y le hizo gracia.

Nadie más reía. Desgraciados.

– Te dije que no hablases con estas víboras -dijo Marius Carol mirando a Albert Lladó.

– No, él está de nuestra parte, no te preocupes -dijo Víctor Amela.

– Pero eres tonto o qué te pasa. Siempre crees al primer hombre joven que llama a tu puerta. No es más que una asquerosa sabandija. No sé qué te ha dicho, pero te puedo asegurar que, sea lo que sea, es mentira. Quiere convencerte de que eres Víctor Amela el llorón. No le hagas caso, no lo eres. Mario Vargas Llosa no te está buscando a ti. No sé qué tiene contra ti este Albert Lladó, pero te odia y quiere destruirte.

– A mí, por qué -dijo confuso Víctor Amela.

– No le escuches, no sabe una mierda. Sólo intento avisarte. Soy tu mayor admirador -dijo Albert Lladó a la defensiva.

– Sí, y qué admiras, dime algo admirable de Víctor Amela el llorón -dijo Marius Carol, que en seguida vio que había hablado demasiado y calló de inmediato.

– Creía que decías que no era Víctor Amela el llorón -dijo el otro, siempre rápido de reflejos..

– Claro que no lo eres -respondió Marius Carol intentando corregir su metedura de pata.

– Contesta a su pregunta, di algo admirable de Víctor Amela -dijo Maite Niebla a Albert Lladó. Desconfiaba de aquel chico desde el principio y se acercó a él dispuesta a cogerle por la solapa y lanzarlo por la ventana.

– Nada, no tengo nada bueno que decir de Víctor Amela el llorón, ja ja ja, y cuando Mario Vargas Llosa lo encuentre, ja ja ja, no podréis hacer nada para impedir que le rape la cabeza al cero, ja ja ja -dijo el serpentino Albert Lladó y se escabulló de allí como una pequeña comadreja.

Maite Niebla intentó agarrarlo para que no huyera, pero era escurridizo y se marchó riendo con unas macabras carcajadas. El ruido de aquel gorgojo empezó a retumbar por todo el edificio. Víctor Amela estaba blanco, todavía sin entender qué demonios significaba todo ese lío y por qué su ex jefe estaba en la puerta de su casa diciéndole que un premio Nobel quería afeitarle la cabeza.

La vida es absurda, pero nunca tanto.

No sabía qué pensar. Intentó pensar en momentos felices de antaño. Pensó en cuando conoció a Maite Niebla, en cuando se casaron, en cuando le publicaron su primer libro, en su primer Sant Jordi como autor, en el día que Maite Niebla le tuvieron que operar de la espalda y tuvo que cuidarla día y noche. Y entonces vio la manera en que Marius Carol y Maite Niebla se miraban y se estremeció. ¿Por qué había venido a verle? ¿Aquella tontería de Víctor Amela el llorón sólo era una forma de sacarle de en medio? ¡Quería humillarle delante de su mujer! ¡¡Su vida se había reducido a tan poco!! No, nada tenía sentido. No recordaba que Marius Carol hubiese venido nunca antes a su casa. ¿Por qué ahora?

Ahhh, estaba lleno de dudas. Lo único que sabía es que recordaba perfectamente aquella mirada de Maite Niebla, recordaba cuando era a él a quien miraba así. Los vio hablar. No quería oírlo. En su imaginación, estaban confesando su amor y riéndose de él y eso era algo que no podía oír ahora.

Y, por primera vez en mucho tiempo, se puso a llorar. No eran lágrimas contenidas que se escapaban irremediablemente, sino una pura sinrazón, una demencia. Los otros dos se giraron asustados. Intentaron preguntar qué le ocurría, pero no respondía, con llantos inconsolables que no permitían oír nada más.

Las puertas de los vecinos empezaron a abrirse para ver qué era aquel estruendo. Cuando veían a Victor Amela en el suelo llorando sentían verdadera lástima por él, pero tampoco entendían por qué demonios no entraba en casa e intentaba que su tristeza y desesperación fuera algo privado y no a la vista de todo el mundo.

– Cariño, qué te ocurre -exclamó Maite Niebla, preocupada.

– Me has matado, amor, y me has dado todo el valor que necesitaba -contestó Víctor Amela y entró dentro de su casa cerrando la puerta tras de si.

Maite Niebla y Marius Carol quedaron fuera. Empezaron a llamar, pero no obtuvieron respuesta. Esta vez el timbre no surgía efecto. Nadie abría. Al otro lado, Vïctor Amela se acercó a la ventana y miró abajo. Reconoció aquel espacio. La luna permanecía baja y el suelo estaba húmedo, recién regado por los camiones de la limpieza. Ya no había nadie por la calle.

Y sin pensarlo ni que nadie pudiese impedirlo, se lanzó abajo.

Empezó a caer. La gravedad lo empujaba con furia como cogido por dos gigantes. Vio al mirlo blanco entrar dentro de un remolino de humo negro y salir tintado y sin aire. Vio al suelo como una boca cada vez más grande que buscaba engullirlo. Él miraba resignado, con una tétrica sonrisa. Sólo esperaba esa última palmada que pusiese fin a todo este delirio, el fin del ruido y la tormenta. Hasta que, a lo lejos, vio a Mario Vargas Llosa y algo dentro suyo acabó de romperse. Cómo odiaba a ese individuo. De pronto, su tristeza desapareció, su desesperación se convirtió en humo rojo, y lo único que quedó fue una rabia inhumana. Sí, podía ser Víctor Amela el llorón, podía ser cualquier cosa, pero eso no significaba que Mario Vargas llosa le tuviesen que perseguir como si fuera un indeseable. Y entonces, justo antes de que besara para siempre el la noche, batió unas magníficas alas y salió volando.

El mirlo frenó su vuelo y se giró admirando aquella maravilla. Nadie había visto algo igual. El rostro de Víctor Amela se encendió y una carcajada salvaje salió de su garganta, como el graznido del cuervo. Tiró todas las sillas encadenadas de la terraza del restaurante al suelo y se elevó hasta llegar a la luna, dibujándole esa lágrima que nunca cae. Se sentía ridículamente libre y volvió a entrar en su piso justo en el momento en que Marius Carol y Maite Niebla conseguían tirar la puerta abajo.

– Qué ibas a hacer -gritó Maite Niebla, desconcertada, al verle tan cerca de la ventana.

– He visto como le mirabas -se limitó a decir Víctor Amela -. Y conozco de sobras esa mirada.

– Te estaba mirando a ti, imbécil, de qué hablas -contestó Maite Niebla.

Víctor Amela recordó la escena y se dio cuenta que tenía razón. Que su cabeza tenía tan mala opinión de sí mismo que proyectó aquella mirada en otro, otro que él sí consideraba digno de amor. Sintió un escalofrío. Había estado a punto de morir.

Maite Niebla corrió a abrazarlo. Él la rodeó con sus alas y dejó descansar su cabeza en su hombro. Marius Carol los vio y su viejo corazón empezó a latir más fuerte, emocionado.

– Me alegro de que no seas Víctor Amela el llorón -dijo.

– No te confundas, lo soy -contestó él y empujó a su jefe fuera de su casa.

El timbre volvió a sonar.

– ¿No vas a abrir? -preguntó Maite Niebla.

– No, cariño, sólo es un premio Nobel, ya se cansará -contestó Vïctor Amela y los dos se fueron por fin a dormir aquella aciaga noche.

Publicado por carlossalasoler

Uno de esos que sabe que cuando escribe: "La marquesa salió a las cinco", quizá la marquesa no salió a las cinco, quizá eran las seis o ni siquiera era marquesa. La escritura siempre es una aproximación a la verdad, nunca es la verdad.

Un comentario en “La tristeza de Víctor Amela

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