La rueda satánica de Vanessa Montfort

La habitación estaba en semi penumbra. Una única vela negra iluminaba sus rostros, secos y tensos. Cinco personas formaban un círculo rodeando un pentagrama dibujado en el suelo. Estaban arrodillados y se cogían las manos unos a otros. Iban vestidos con túnicas rojas y realizaban extraños cánticos con palabras que parecía que sólo tenían la vocal o.

– Cojod o soñoros do lo nocho noostros jovonos coorpos o hocod lo qoo dosooos con nosotros -dijo Vanessa Montfort con los ojos cerrados y balanceándose de un lado a otro.

– Qoo oso soo -dijeron el resto.

En aquella pequeña habitación, con dibujos de cabezas de cabras pintadas con rojo sangre en las paredes, estaban los escritores Nativel Preciado, Javier Santamarta, Marta JIménez Serrano y María Fernández Miranda. Formaban un heterogéneo grupo, pero todos los son o no son grupos, son personas repetidas.

Vanessa Montfort llevaba la voz cantante y el resto la seguía. Estaban invocando a Josuel, el diablo ladrón de talento, el mismo que había invocado el guitarrista Robert Johnson en 1934 para convertirse en la gran leyenda del blues. ¿Por qué querría Nativel Preciado convertirse en la gran leyenda del blues? Los periodistas lo quieren todo.

En realidad, los cinco habían decidido invocar a Josuel porque estaban hartos de ser menospreciados como escritores, mirados por encima del hombro por hombres que eran mucho peor que ellas. Sí, tenían el aplauso de sus editoriales y el respeto y amor de sus admiradores, pero querían más, más admiradores, sí, más admiración, más respeto, más adoración, más reverencia y fascinación. Querían admiradores prescriptores que consiguieran que todo el mundo pensara que eran escritores canónicos. ¿Por qué? Porque lo eran, maldita sea. Lo querían todo. O al menos todo lo que merecían. Así que idearon un plan para que se hablase de ellos como la generación del 2021, como si fuera la del 98 o la del 27 o la del 50.

Los escritores son como los enfermos, estar con otros como ellos los reconforta y da valor y esperanza. Nadie debería estar obligado a valerse por sí mismo. Y cuando alguien no se sustenta por si mismo, con una voz original y plena, si se une a otros, entonces su valor se multiplica por el valor del resto. Alberti entonces pasa a ser un extraordinario poeta no porque sea Alberti, sino porque es Alberti más Lorca más Aleixandre más Guillén y eso sí que son fuegos artificiales.

Hacía demasiado que no se daban años a una generación y había que recuperar la tradición. El mundo miraría con admiración sus novelas y el heterodoxo grupo se convertirían en estandartes del nuevo canon español. Les traducirían a mil lenguas, en Sudamérica serían venerados como dioses y en España les levantarían estatuas y pondrían su nombre a bibliotecas, escuelas y plazas de los pueblos de cada uno.

– Soromos ol noovo conon o hobloron do nosotros como lo gonorocoon dol 98 -dijo Vanessa Montfort y los demás la siguieron.

Un remolino empezó a levantar la vela alrededor del pentagrama y un halo azul comenzó a desplazarse por toda la habitación, rozándole las caras y susurrándoles improperios e insultos.

– Josuel no está, quién pregunta -oyó Vanessa Montfort en su oído.

– Somos los novoos roposontontos do lo gran gonorocoon lotororoo -dijo Vanessa Montfort.

– No entiendo nada, chica. Tienes un caramelo gigante en la boca o qué te pasa. Habla claro. Te lo digo, estos amigos de Josuel son todos insaciablemente bobos -dijo la misteriosa voz.

– Con qooon hoblo -exclamó Vanessa Montfort.

– Soy Eeregias, el diablo burlón, y creo que ya sé lo que voy a hacer, os voy a dar lo que queréis, os voy a convertir en la generación literaria más grande que haya existido nunca y colmaré así todos vuestros deseos -dijo el diablo burlón, que no podía disimular su sonrisa burlona.

– Olobodo soo ol dooblo mondo -cantaron los cinco.

El viento empezó a correr con mayor intensidad, levantándolos y elevándolos centímetros del suelo. Sin embargo, ninguno se soltó las manos. Necesitaban el contacto de unos con otros para no sentir tanto miedo. Se mantenían con las piernas cruzadas y se relamían los labios con la certeza de que la magia negra surtiría efecto y tendrían la admiración y aplauso unánimes. A Javier Santamarta hasta le creció un bigote blanco, lo que le fastidió bastante porque aquella tarde se había afeitado bien para impresionar a Nativel Preciado. Afeitarse no suele ser una hazaña que impresione a la gente, pero Nativel Preciado era muy especial, todo era posible.

A María Fernández Miranda también le creció un bigote rubio, con una larguísima barba. A Marta Jiménez Serrano se le hizo un bonito moño de fallera. Ninguno quería abrir los ojos. Tampoco podían. El viento era demasiado violento a estas alturas. Lo que se estaban perdiendo. A Vanessa Montfort hasta le creció espontánea una boina, además de una áspera barba de tres días.

– Ja ja ja ja -oyeron al final.

El viento cesó acto seguido y cayeron de forma abrupta al suelo.

La vela se apagó y los cinco escritores quedaron aturdidos y en silencio. Se incorporaron poco a poco y empezaron a mirarse unos a otros extrañados. La mirada de aquellas personas había cambiado. La pregunta era, hasta qué punto.

– Disculpe señorita, quien es usted y que hace aquí tirado en el suelo conmigo- preguntó Javier Santamarta con un extraño acento vasco.

– ¿Habla conmigo, admirable anciano? Es la primera vez en mi vida que me confunden con una señorita. Una señorita, nada menos, ni siquiera una señora -contestó María Fernández Miranda mesándose la barba.

– Por supuesto que hablo con usted, siempre miro a los ojos de la gente con la que hablo. Si hubiese hablado con otro, le hubiera mirado a él -dijo Javier Santamarta, que siempre achinaba los ojos cuando quería enfatizar una idea.

– Entonces le propongo un juego, míreme a mí, pero insulte a su madre, a ver si me ofende -contestó María Fernández Miranda tocándose la oreja y encontrándola extrañamente peluda.

– Mi madre era tan tonta que un día se tiró un pedo, pero creyó que habían matado al perro de un tiro -dijo Javier Santamarta.

– Ve, no me ha ofendido – contestó María Fernández Miranda y se levantó del suelo algo renqueante.

– Vamos a ver, señora, quién es usted -preguntó Marta Jiménez Serrano dirigiéndose a Nativel Preciado.

– Amiga, soy Antonio Machado y no me gusta el insulto ni la mofa ni el agravio, son cualidades del mediocre y el cabrón -contestó Nativel Preciado, que sí se parecía a Antonio Machado, por qué no.

– Antonio Machado es amigo mío, señora, y usted no se parece a él ni en la porquería debajo de las uñas -dijo Marta Jiménez Serrano, que empezó a mirarse complacida su cuerpo.

Parecía más joven y delgada. Puede ser un pensamiento superficial, pero le gustó volver a ser joven y delgada. ¿Volver? Sí, volver.

– Y quién es usted, si se puede saber -preguntó Nativel Preciado.

– Me he presentado ochenta veces y siempre me hace la misma pregunta. Soy Concha Espina, recuérdelo. Si no lo hace usted, le aseguro que el mundo lo hará -dijo Marta JIménez Serrano seria.

– Si es usted Concha Espina, yo soy Barrabás el hijo del carnero. Impostora, cómo se atreve -dijo Javier Santamarta.

– Y quién es usted para decirme quién y quién no puedo ser, si se puede saber. Otro hombre intentando subyugar la identidad de una mujer -dijo Marta Jiménez Serrano enfadada.

– Quién voy a ser. Esto prueba que usted no es Concha Espina. Yo soy Miguel de Unamuno y he sido su amante los últimos cinco años. Así que deje de fingir, despreciable usurpadora de identidades -dijo Javier Santamarta indignado.

¡Amantes! Eso es una falacia. No he conocido nunca a Unamuno y desde luego no lo he visto nunca desnudo. Que nada más verme me sexualice y me convierta en agente subordinado de un hombre demuestra la lacra que es el ser humano. Está claro que, para que las mujeres podamos alcanzar algún tipo de igualdad, tenemos que refundar por completo los cimientos de las estructuras de nuestra adocenada sociedad -dijo Marta Serrano y porque allí no había más mujeres, sino algunas se hubieran levantado a aplaudir.

– Neurótica -gritó Nativel Preciado.

– Bruja -dijo Vanessa Montfort.

– Me suena su boina, ¿nos conocemos de algo? -preguntó Nativel Preciado.

– Soy Pío Baroja, para servirla -contestó Vanessa Montfort.

– Quizá la boina lo sea, ¿pero usted? -dijo escéptica Nativel Preciado.

– Yo soy mucho más que una boina, a qué se refiere -dijo Vanessa Montfort.

– Pues que conozco a Pío Baroja y no es una mujer de 30 años vestida con una irreverente túnica roja -dijo Nativel Preciado.

– En eso tengo que darle la razón a esta señora que dice que es Antonio Machado. ¿Pío Baroja? Conozco a Baroja. No lo conozco mucho, nadie lo hace, pero, relámpagos… Es que se les ha caído a todos el entendimiento al suelo y se lo ha comido el perro -dijo María Fernández Miranda.

Qué recargado era a veces el bueno de Valle-Inclán. Se quitó la túnica, que le molestaba y quedó en ropa interior.

– El entendimiento no sé, pero la vergüenza seguro. Vuélvase a poner la túnica, señorita. Y, otra vez, ¿quién era usted? -peguntó Marta Jiménez Serrano.

– Todos ustedes me conocen, si son quien dicen ser, así que es evidente que viven en una tonta comedia. ¿Quiero participar en este juego? Por supuesto. Soy Valle-Inclán y por algún azar diabólico me he transformado en una hermosa mujer. Podía ser peor, podía haberme convertido en un raquítico carnero, así que voy a aprovechar esta situación. No sé si este cuerpo me pertenece, pero otra vez, no tengo otro, así que a disfrutar de esta segunda juventud y a amar de nuevo -dijo María Fernández Miranda y cogió a Nativel Preciado y la besó.

– Suelta tus sucias manos de mi mujer -dijo entonces Pau Luque, que entró como un vendaval en la habitación acompañado por la periodista Andrea Aguilar.

Se acercó a María Fernández Miranda y la empujó lejos de Nativel Preciado. Y no le rompió la cara porque no había roto la cara a nadie nunca, no sabía cómo se hacía, que si no.

– Aparte sus manos de encima mío, mequetrefe -dijo Nativel Preciado, que odiaba a los hombres con apariencia juvenil, casi tanto como las mujeres con apariencia a un tanque..

– Estás bien, cariño -preguntó Pau Luque, acariciando la cara indignada de Nativel Preciado.

– Hijo, no sé por qué cree tener derecho a llamarme cariño, pero sepa que la última persona que me llamó cariño lo rocié con alcanfor y al menos estuvo tosiendo dos meses -dijo Nativel Preciado.

– Nati, cariño, de qué hablas -insistió Pau Luque, sin acabar de comprender.

– ¡Por qué me llama Nati! -exclamó Nativel Preciado, algo nerviosa.

– Siempre te he llamado Nati, no parecía que te molestase. Sólo es un diminutivo cariñoso -dijo Pau Luque intentando comprender qué demonios estaba pasando.

– Y por qué siempre iba a llamarme Nati. No soy Nati. Soy Antonio Machado. Al menos llámeme Toni, si tanto cariño me tiene -dijo Nativel Preciado.

– ¡Es Azorín!, Antonio. ¿No lo reconoces? Si, parece que ha rejuvenecido 25 años, pero es sin duda Antonio Azorín -dijo María Fernández Miranda.

– ¿Quién es Azorín? -preguntó Pau Luque notando las miradas de los otros.

– ¿Eres Antonio Azorín y no me habías dicho nada? -preguntó un poco decepcionada Andrea Aguilar.

– Cómo voy a ser Azorín, Andrea. ¡Entonces Nativel Preciado es Antonio Machado! ¡Me he enamorado de Antonio Machado! Dios, no lo sé, tal vez. Ahh, claro que no -exclamó Pau Luque, que no tenía clara su sexualidad, pero algo sí.

– Y quién es la simpática señorita que le acompaña -preguntó Vanessa Montfort y se acercó a ella galante, besándole la mano y presentándose -. Soy Pío Baroja, para servirla a usted y la patria.

– Yo le diré quién es, es Francisco Villaespasa. Acaba de besar la mano de Francisco Villaespasa, ja ja ja. Sabe a tronco de bosque frondoso, a musgo húmedo, a escritor mediocre, ja ja ja -dijo María Fernández Miranda burlándose en la cara de Andrea Aguilar.

– Señores, señores, calma. Nadie merece el menosprecio y menos de compañeros de profesión, por favor. Antes de que alguno de usted humille a otro, juro que, como me llamo Unamuno, le atravesaré el mentón con este bastón y el golpe no rimará, sólo dolerá un montón, se lo aviso -dijo Javier Santamarta.

– Chicos, chicos, siento haber llegado tarde, ya habéis comenzado -dijo Emiliano Monge, que acababa de entrar con una cabra.

– Pero Carmen de Burgos, ¡qué haces con una cabra! -exclamó asustado Vanessa Montfort, que no tenía miedo a casi nada, excepto a las cabras.

– Soy Emiliano Monge, Vanessa, de qué hablas -preguntó Emiliano Monge.

– Y yo soy Pío Baroja, por favor, de qué hablas tú -dijo Vanessa Montfort.

– Es tan gratificante que todos sepamos quienes somos -dijo Andrea Aguilar con humor.

– Ya te digo. Esto empieza a darme un poco de miedo -dijo Pau Luque en voz baja.

– Has dicho algo, Azorín. Sabes que odio a los que hablan por lo bajines. Si no tienes nada que decir en alto es que no merece ser dicho, ¿estamos de acuerdo? -dijo Vanessa Montfort amenazadora.

– Sí, sí, totalmente de acuerdo -gritó Pau Luque, quizá un poco demasiado alto.

– Vaya, creía que habíamos quedado a las nueve. Qué hacéis todos aquí, si ni siquiera son menos cuarto -dijo Ariana Godoy, que llegó con una bolsa llena de sangre y una manzana.

– ¿Crees que es Ariana Godoy o todavía no? -preguntó Andrea Aguilar.

– Imposible, ya verás como no -dijo Pau Luque.

Ramiro de Maztu, qué haces tú aquí. Tienes mucho nervio atreviéndote a dar la cara. Juré que te mataría la próxima vez que te viera y yo cumplo mis promesas -dijo Marta JIménez Serrano y se abalanzó sobre Ariana Godoy, que por reflejo soltó la bolsa de sangre, que escupió sangre por todas partes. La manzana no la soltó. Tenía hambre.

– Concha, por favor, tranquilízate -dijo Javier Santamarta y agarró a Marta Jiménez Serrano antes de que matara a la pobre Ariana Godoy.

– Suéltame. No me conoce, no soy su amante, no sé quién es usted, pero no es Unamuno, aunque quizá sí, eso no me importa, lo que me importa es matar a este farsante -dijo Marta Jiménez Serrano fuera de sí.

– Pero qué os pasa a todos -dijo Ariana Godoy, asustada.

Vio los rostros de los demás, todos salpicados de sangre, y comprobó que la bolsa que había traído había explotado al caerse. Ella estaba ahora de pie sobre un pestilente charco de sangre.

– Era sangre de la menstruación de jóvenes vírgenes. Sabes cuánto me ha costado conseguir una bolsa entera. Maldita sea -lloró Ariana Godoy.

– ¿Para qué querías la sangre de la menstruación de jóvenes vírgenes? -preguntó confusa Andrea Aguilar.

– Ya te lo he explicado, Josuel reclama siempre sangre de la menstruación de jóvenes vírgenes para conceder su poder -contestó Pau López.

– Dios mío, ¡Antonio Azorín es un satánico! -exclamó Nativel Preciado.

– Oh, venga, Nati, todos lo somos -dijo Pau López y de pronto se dio cuenta de que ya había aceptado que era Antonio Azorín.

– ¡Yo no! -exclamó Javier Santamarta.

– ¡¡Yo tampoco!! -exclamó Vanessa Montfort.

– Yo sí, la verdad, para qué engañarnos -reconoció María Fernández MIranda.

– Venga, no seáis cínicos. Y qué hacéis con sangre en la cara, túnicas rojas y un pentagrama diabólico en el suelo. Dios mío, si hasta Emiliano Monge ha traído una cabra -dijo Andrea Aguilar siempre lúcida.

– Un momento, un momento, que la he traído porque no sabía a quién dársela y no podía dejarla en casa. Se come los sofás, te lo juro, y las cortinas. Se lo come todo. Mi mujer me mataría -dijo Emiliano Monge.

– Sabía que Carmen de Burgos era lesbiana fea -susurró Marta Jiménez Serrano.

– Concha Espina, por favor, no sabía que intrigabas y difundías rumores. No sé si Carmen de Burgos es lesbiana, pero lo que si sé es que sólo la concierne a ella. Amiga, de Carmen de Burgos sólo te ha de interesar su talento, no quien invita a su coño -dijo Nativel Preciado.

Se oyó entonces el timbre. Los nueve que estaban en aquella habitación se miraron unos a otros. ¿Quién faltaba? Quizá Ángel Ganivet o Jacinto Benavente. Quizá el hermano de Antonio, Manuel, pero seguramente no, creo que estaba más muerto que los demás.

Pau Luque fue a abrir nervioso, temiendo lo peor, que fuera un diablo de verdad y los mandase a todos al infierno.

– ¿Quién es? -preguntó nervioso.

– Abra, la policía -dijo aquella voz que sonaba firme e imperativa.

Pau Luque abrió la puerta. Andrea Aguilar no dejaba de tomar notas de todo lo que pasaba. Dos hombres aparecieron con cuerpos musculados y trajes muy bien planchados.

– ¡¡¡Rubén Darío!!! -gritaron los cinco satanistas.

– Perdón, soy el teniente coronel Rubén Darío, nada de confianzas. Señoritas, los vecinos están hartos de sus gritos. Vivo en el piso de arriba y les informo que si no paran inmediatamente de hacer ruido y se dispersan, no tendré más remedio que abrirles expediente y ponerles una multa. Y ya veo, son satanistas, los satanistas suelen ser gente con dinero. Seguro que piensan que una pequeña multa no puede hacerles daño. Esta se la hará, se lo aseguro -dijo aquel hombre con un extraño acento nicaragüense.

– Dios mío, es usted Rubén Darío de verdad, el poeta Rubén Darío -preguntó Andrea Aguilar con los ojos abiertos como platos.

– Soy Rubén Darío, y de verdad, nunca he sido de mentira, pero no soy poeta, soy teniente coronel de la policía, como puede ver, y como representante de la autoridad he de decirle que si me confunde con un hombre muerto en 1916 es que es una estúpida y no necesita tomar notas -dijo Rubén Darío con mal humor.

– Oiga, por favor, que soy periodista, un poco de respeto a mi profesión -dijo Andrea Aguilar, que odiaba tanto a la policía que escupió en la cara de ese hombre, aunque sólo fuera en su imaginación.

– Detesto a Rubén Darío -dijo Marta Jiménez Serrano.

– Ha dicho algo, señorita -dijo Rubén Darío, desconfiado.

– No, nada, sólo decía que detesto a la policía -repitió Marta Jiménez Serrano.

– Se cree muy graciosa -dijo Rubén Darío.

– Por qué iba a creerme graciosa. Soy Concha Espina, por amor de Dios.

– ¿Quién ha dicho que es? -preguntó incrédulo Rubén Darío.

– ¡No la conoce! ¡¡No sabe quién es la gran Concha Espina!! Yo se lo diré, la mejor pluma de nuestra generación y más vale que deje a un lado sus prejuicios patriarcales y la lea o se quedará tan pequeño como parece ahora -dijo Vanessa Montfort y se acercó al policía sin miedo.

Este Pío Baroja era un verdadero bravucón.

– Shhhhhhhhhhh -dijo una voz que bajó corriendo de los pisos de arriba -. Quieren parar de armar alboroto, estoy escribiendo una obra maestra y me están distrayendo.

– ¡Los hermanos Álvarez Quintero! -gritaron los satanistas de golpe.

– Hermanos, pero si sólo hay uno -dijo Rubén Darío contando.

– Ya sabía yo que si confundían a Arturo Pérez Reverte con otro escritor tenían que confundirlo por lo menos con dos escritores -dijo Andrea Aguilar.

– No soy un Álvarez Quintero. Me llamo Arturo Pérez Reverte -dijo Arturo Pérez Reverte, pero podía ser cualquiera, la verdad.

– Ja ja ja. Los hermanos Álvarez Quintero escribiendo una obra maestra, eso sí que es una locura -dijo María Fernández Miranda con muy mala baba.

– Arturo, ¿crees en el diablo? ¿Y crees que el diablo es gilipollas? -preguntó Andrea Aguilar.

– Ah, hola Andrea, no te había visto. Qué está pasando aquí -preguntó confundido Arturo Pérez Reverte.

– Te lo resumiré. Tú eres los hermanos Álvarez Quintero y yo soy Francisco Villaespesa. Mi amigo Pau Luque es Antonio Azorín y Emiliano Monge, Carmen de Burgos.

– Carmen de dónde

– De Burgos. No puedo creer que no me haya reconocido. Otro hombre que cree que la mujer no es capaz de escribir como un hombre y que por tanto no merece la pena recordar quién es. Toda la conciencia del hombre es homoerótica, te lo aseguro, sólo recuerdan penes -dijo Emiliano Monge.

– No, no, sé quien es Carmen de Burgos, pero no te pareces en nada a Carmen de Burgos, Emiliano -dijo Arturo Pérez Reverte.

– Lo sé, lo siento. Por un segundo me he creído que era Carmen de Burgos. Ellos parecen tan convencidos -dijo Emiliano Monge un poco desilusionado señalando al resto.

– Yo adoro a las mujeres. Mis novelas están plagadas de mujeres ejemplares con una fuerza y rotundidad extraordinarias. Decir que soy un machista me ofende y demuestra que no se me ha leído -dijo Arturo Pérez Reverte.

– Mira, otro que se cree feminista porque no pega a las mujeres. Vamos hombre. ¿Nos va a decir él lo que es una mujer ejemplar? ¿Es eso? No he oído un comentario más machista desde que Manuel Machado me llamó Concha la conchita salada -dijo Marta Jiménez Serrano.

– Qué es esto, una broma -dijo Arturo Pérez Reverte.

Todos le miraron con desprecio. Rubén Darío incluso bufó. Volvió a recordar que hicieran menos ruido. Luego dijo que se iba y se fue. Era un hombre de palabra. Arturo Pérez Reverte miró alrededor y decidió que no tenía nada más que hacer allí y volvió a subir a su piso antes de que le diese por demostrar la igualdad de género pegando a una mujer.

Menudo oxímoron.

– ¡No entiendo nada, no entiendo nada! -exclamó Pau Luque, que para ser un teórico de la fantasía tenía muy poca idea de lo que es capaz de hacer Eeregías, el diablo burlón.

– Ji ji ji ji -se reía escondido dentro de un jarrón.

Lo tiró sólo para fastidiar. Sonó a ji ji ji ji iibroooom o más.

– Hemos de reconocer que todos hemos cambiado mucho desde la última vez que nos vimos -dijo Javier Santamarta mirando a los demás con suspicacia.

– Esto debe ser obra de Josuel -dijo Ariana Godoy, que todavía lloraba por la sangre perdida de la menstruación de las mujeres vírgenes.

– ¿Tú crees? -preguntó Andrea Aguilar apuntando en su libretita -. ¿Crees que lo han invocado sin esperarnos a los demás y esto es lo que ha ocurrido?

– No, me refería que Josuel debe haber hecho que alguien pisara la bolsa con la sangre de la menstruación de mis vírgenes.

– Pues quizá sí -dijo Emiliano Monge, que empezaba a no gustarle hablar con la gente que no creía que era Carmen de Burgos.

Una nube de humo fue creciendo por la puerta de entrada hasta que, ante sus narices, apareció Vicente Blasco Ibáñez comiendo una regaliz del tamaño de una palmera.

Dios, ¡fantasmas!

No, fantasmas no, sólo que Eeregías había cogido la forma del escritor de «Los cuatro jinetes del apocalípsis» para fastidiar un poco más.

– Amigos, Josuel está de vacaciones y he aparecido yo en su lugar -dijo.

– ¿Vicente Blasco Ibáñez? ¡Él es amigo del diablo! -preguntó Nativel Preciado extrañada.

– No y sí, y al mismo tiempo, siempre. Soy Eeregías, el diablo burlón, y he querido reuniros aquí para que admiréis la maravilla dentro vuestro y no lejos. Los hombres buscan la certificación de si mismos en los otros. No somos hasta que los demás no nos lo confirman. Es decir, si a ti, Marta JIménez Serrano, todo el mundo te dijera que eras un perro y te diesen de comer como un perro y de beber como un perro y te acariciasen la cabeza y te llevasen con correa a pasear y te obligasen a mearte en los árboles y hacer caca en la acera, pues te creerías un perro. Nada ni nadie te podría convencer de lo contrario. Hasta que todos te dijeran que no eras un perro, claro, y la vergüenza y la rabia te mataría.

– Un momento, un momento, por qué me mira a mí, yo no soy Marta Jiménez Serrano, yo soy Concha Espina -dijo Marta Jiménez Serrano.

– A eso me refiero, Concha Espina, que pronto no te van a dejar existir. Meterán a esta mujer que eres en una institución y te llenarán de ansiolíticos y te dormirán para que no tengas fuerza de voluntad e intentarán convencerte contra tus más profundo convicciones de que te llamas Marta Jiménez Serrano y que eres una gran escritora.

– Pero es que soy una gran escritora, pero me llamo Concha Espina.

– Eso es relativo. El nombre no sirve para que designes quien eres, sino para que los demás sepan que no son ellos. Si nadie tuviese nombres, te lo juro, todos creeríamos que somos el otro y viviríamos desplazados y renqueantes, muy confusos, sin saber nunca si hemos cruzado la calle, la estamos cruzando o no hemos empezado a cruzarla todavía. El nombre no nos dice quien somos, sino quién no somos.

– Yo no soy Marta Jiménez Serrano -dijo Marta Jiménez Serrano.

– Exacto -contestó Eeregías.

– Pero ella es Marta Jiménez Serrano -dijo Andrea Aguilar, que sabía que esa era Marta Jiménez Serrano. La había entrevistado antes.

¿Por qué lo sabía? Porque ese es el nombre que le habían dicho que tenía, ni siquiera se lo había confirmado ella. Y si ahora ella le decía que era Concha Espina, por qué era antes verdad, pero ahora mentira. No tenía ningún sentido. Claro que Concha Espina había muerto en 1955 y había registros y fotografías que determinaban que esa elegante mujer no era Concha Espina. Aunque las fotografías no determinaban que era Concha Espina, era el pie de foto quien lo hacía, el nombre que se lo asociaba. Pero, ¿lo determinaban? Sí, claro, los nombres siempre determinan lo que somos, pero nosotros determinamos lo que son los nombres, así que los nombres, en realidad, no sirven de nada. O sí que sirven. Maldita sea, está claro que sirven para determinar.

Determinemos, determinemos, no dejemos a los demonios libres.

– Ahora me acompañaréis todos fuera y juntos veremos llegar a Josuel caer de la lagrima de la luna y él os contará quién sois en realidad todos vosotros y por qué no importa en absoluto a nadie, y menos debería hacerlo a vosotros mismos.

– Yo conocí a un Josuel, Josuel Torres García, un hombre horrible que robaba a los niños sus carteras sólo porque podía. Lo vi, era repugnante -dijo Vanessa Montfort.

– No creo que sea el mismo, pero nunca he preguntado -dijo Eeregías.

Los diez bajaron a la calle y formaron un círculo en una super isla del Eixample de Barcelona. Creían que estaban en Madrid, pero se ve que no, que se habían equivocado.

Allí estaban Javier Santamarta y Unamuno y Vanessa Montfort y Pío Baroja y María Fernández MIrando y Valle-Inclán y Nativel Preciado y Antonio Machado y Marta Jiménez Serrano y Concha Espina y todos los demás, demasiados.

– ¡Federico García Lorca! -oyeron al otro lado de la calle.

Eso sí que era nuevo.

Las escritoras MIchelle Roche y Manuel Jabois aparecieron vestidos con shorts y camisetas de hacer jogging. Llevaban cintas en el pelo y sudaban tanto que parecían perros mojados.

– Oh, señor Federico García Lorca, es un honor -dijo Manuel Jabois y dio la mano sudada a María Fernández MIranda.

– Cómo me ha llamado, caballero -dijo María Fernández Miranda.

– De caballero nada, don Federico, soy Carmen Laforet y sus poemas han sido mi máxima inspiración -remarcó Manuel Jabois.

– ¿Y qué le parece Ramón María del Valle-Inclán? -preguntó María Fernández Miranda cogiendo la mano de ese hombre que decía ser una tal Carmen Laforet.

– ¿Ese dramaturgo barroco y grotesco? Bah, odiaba cuando me lo hacían leer en el colegio y lo odio ahora cuando nadie me lo hace leer. ¿Por qué? -dijo Manuel Jabois.

– Maldita sea, porque yo soy Ramón María del Valle-Inclán -exclamó María Fernández Miranda y empezó a apretar la mano de Manuel Jabois con violencia.

El otro dijo «uy» y la apartó. Quizá sí que era Carmen Laforet.

– Dios mío, Federico García Lorca es también Ramón María del Valle-Inclán. La educación en este país siempre ha sido un desastre -dijo Manuel Jabois, avergonzado de no haber sabido algo así.

Era una mujer culta, las mujeres cultas saben estas cosas, cómo no iba a saber que Federico García Lorca y Ramón María del Valle-Inclán eran la misma persona. Un hombre fontanero podía no saber estas cosas, pero una mujer cultivada, ahhh, qué rabia.

– ¡Que yo no soy Federico García Lorca! -exclamó harta María Fernández Miranda.

– Menos mal que al menos se da cuenta de eso -dijo Andrea Aguilar.

– ¿Pero ese no es Manuel Jabois? Me gustan sus piernas. No te parece que tiene unas piernas de futbolista maravillosas. Si tuviese que dar una patada a alguien lo haría con una pierna así o no lo haría nunca. No me extraña que los futbolistas se dediquen al fútbol. Vaya, que lo encuentro muy guapo vestido de uniforme -dijo Ariana Godoy.

– Ah, a Rodrigo de Maeztu siempre le gustaron los hombres que hacen deporte, mucho más que los poetas que escriben artículos de prensa -dijo Emiliano Monge.

– Que yo no soy Rodrigo de Maeztu -gritó Ariana Godoy.

– Y yo no soy Carmen de Burgos, ¡por qué! ¡Por qué! -lloró Emiliano Monge.

– Señor Vicente Aleixandre, me llamo José Agustín Goytisolo y he de decirle que es un honor poder volver a hablar con usted -dijo Michelle Roche.

– Ahora ésta es José Agustín Goytisolo. Podría haber sido Carmen Martín Gaite o Ana María Matute al menos -dijo Pau Luque, que por alguna extraña razón creía que la fantasía tenía reglas.

Menudo teórico.

La pregunta era por qué tenía una animadversión irracional por Michelle Roche. ¿O no era tan irracional? Quizá odiaba a las mujeres. Quizá odiaba a los sudamericanos y era racista. Aunque eso son comportamientos en sí irracionales. Si son racionales, son validados por la razón, y entonces, eso significa que… bah, qué importa lo que signifique.

¿Y por que no puede ser José Agustín Goytisolo?

Eeregías estaba ahora en una esquina y no podía parar de reír.

A lo lejos, todos vieron llegar en una bicicleta de dos asientos a Agustín Fernández Mallo y a Vicente Luis Mora, pero por suerte pasaron de largo. Sabían escribir, pero no cómo se frenaba una máquina de esas.

Y entonces el cielo se volvió amarillo y apareció con una larga túnica Josuel, que descendió a tierra tirando de la cola de su gigantesca capa y devolviendo la noche a lo oscuro. Se quedó en el centro, rodeada por ese centenar de escritores de todas las épocas, y en seguida se encontró incómodo. Josuel era un demonio tímido y no soportaba que la gente le mirase ni ser el centro de atención.

– Pues no haberse puesto una túnica amarilla con una kilométrica cola, por amor de Dios -dijo Nativel Preciado con toda la razón del mundo.

– Antonio Machado, qué lengua más malsana tienes -dijo Marta Jiménez Serrano.

– ¡Callaos todos, insensatos! -gritó Josuel y las bocas de todos los presentes se convirtieron en bigotes.

Vanessa Montfort no tenía uno, tenía dos bigotes y quedaba bastante ridícula. La boca desde luego da algo de dignidad al rostro, es curioso. Y es lo más hermoso de la cara de los seres humanos, sin duda. ¡Qué! ¡¡¡¡Estoy diciendo que la hermosura da dignidad!!!! Entonces, la fealdad es indigna. Intolerable. Pensamientos así oscurecen el mundo y hacen que diablos como Josuel reinen sobre todas las cosas. Todo es culpa de los poetas.

– Venga, hermano, déjales ser lo que ellos quieran ser. Qué mal hacen. Gracias a mi pequeña intervención tengo tantas almas para ti que deberías besar el suelo que piso -dijo Eeregías, acercándose a donde estaba Josuel.

– Maldita sea, sabía que esto debía ser cosa tuya. ¿Te has divertido? Pues devuélveles a su estado anterior o te juro que pronto no sabrás quién eres ni mucho menos quién puedes ser -dijo Josuel enfadado.

– Soy Eeregías, hijo de Almendrón y nieto del mismísimo Belcebú y no necesito a nadie que me diga quién soy.

– Pues por lo que has dicho creo que necesitas a Almendrón y al mismísimo Belcebú, idiota. No puedo creer que seas mi hermano, y sabes que hago con las cosas que no puedo creer, pues no las creo. Así que apártate de mi vista, maldito diablo de tres y al cuarto, antes de que te devore la cabeza y la escupa a los patos.

– Sabes que la Mala Rodríguez siempre va a los parques a mirar a los patos. Ahora iría a los parques a ver cómo los patos devoran mi cabeza -rio Eeregías, que era incorregible.

– Ah, no se por qué me molesto -dijo Josuel y cogió la muñeca de Eeregías y los dos desaparecieron en la noche.

Se hizo un gran silencio. Todos se miraron expectantes. Alguien tenía que decir algo y averiguar qué demonios significaba aquello.

– ¿Dónde ha ido? -preguntó Andrea Aguilar, que seguía tomando notas sin parar.

– Creo que han ido a ver a su abuelo -dijo Pau Luque.

– ¿Y quién es su abuelo, Antonio Azorín? -preguntó Andrea Aguilar.

– ¡Tú también! – exclamó Pau Luque -. Yo no soy Antonio Azorín.

– Ya, y yo no soy Francisco Villaespesa, no te fastidia. Venga, Antonio, que somos mayorcitos como para andarnos con juegos -contestó seria Andrea Aguilar.

– No hacemos nada aquí, vayámonos a nuestras casas -dijo Ariana Godoy.

– Pero sabe donde vive, señor Alfonso Grosso -preguntó MIchelle Roche.

– No sé donde vive Alfonso Grosso. No sé quién es Alfonso Grosso, pero sé donde vive Rodrigo de Maeztu, sé donde vivo yo y allí me dirijo. Nos vemos caballeros y un consejo, odiad al diablo, nunca sabes por dónde puede salir y eso es peligroso -dijo Ariana Godoy y se marchó.

– Espera, Rodrigo, voy contigo, no soporto que estos jóvenes me llamen Federico -dijo María Fernández Miranda.

– Pues date prisa, Valle-Inclán, no estoy para esperar a nadie -contestó Ariana Godoy, esperándolo y contradiciéndose.

– Mirad, está amaneciendo. Me parecería hermoso si la calle no oliese a azufre y meados -dijo Nativel Preciado.

– Nunca me gustó la poesía de Antonio Machado, y a ti -susurró Vanessa Montfort a Javier Santamarta.

– Sabes, Pío Baroja, deberían gustarte más cosas, quizá así verías la vida con otros ojos -dijo éste.

– Si mirase la vida con otros ojos la vería igual, te lo aseguro. No es problema de los ojos es del mundo -dijo Vanessa Montfort con toda la razón del mundo.

Al menos los ojos de Vanessa Montfort no le habían servido de nada a Pío Baroja para ver el mundo diferente.

Marta Jiménez Serrano se quedó sola. Los demás se habían ido. El único que permanecía quieto y melancólico era Emiliano Monge.

– Qué te pasa, Carmen de Burgos, por qué no te mueves -preguntó.

– ¿Me has llamado Carmen de Burgos en serio? -preguntó a su vez Emiliano Monge.

– Claro, cómo iba a llamarte sino. Si las mujeres no nos apoyamos y nos reconocemos entre nosotras, nadie lo hará -dijo Marta Jiménez Serrano y besó cariñosamente a su amiga.

– Oh, te quiero Concha Espina, eres la mujer más maravillosa de la historia -dijo Emiliano Monge y las dos se fueron cogidas de la mano.

– Aquí todo el mundo está loco -dijo Manuel Jabois.

– ¿Tú crees? -preguntó Michelle Roche.

– Tú dirás, nadie me ha reconocido. Que soy Carmen Laforet, maldita sea. Quisieron ningunearme en los años 50 y me quieren ningunear ahora, en el 2022. No, eso sí que no. Los tiempos cambian por algo. Si no siempre tendría que ser el mismo día -dijo Manuel Jabois con toda la razón del mundo.

– Ah, creía que decías porque Federico García Lorca aseguraba que era Ramon María del Valle-Inclán. ¿Por qué diría eso? -se preguntó Michelle Roche.

– Porque siempre fueron la misma persona, estúpido. Joder, José Agustín Goytisolo, qué poca idea -dijo Manuel Jabois.

– Y dale con llamarme José Agustín Goytisolo, que soy Juan, coño, José Agustín es mi hermano.

– Anda, pues yo creía que eras Luis. Te había llamado José Agustín para no cagarla. Para distinguiros a todos, buff, qué talento -dijo Manuel Jabois y también se fue.

A los primeros rayos del sol allí ya no quedaba nadie. Andrea Aguilar fue a la redacción de El País y empezó a escribir un artículo sobre la adicción al diablo de los escritores de la generación del 98. Firmó Francisco Villaespesa. Como lo firmaba un hombre, todos la creyeron y encima le dieron un premio nacional de periodismo cultural. No sé. ¿Se lo merecía?

Portada de «La mujer sin nombre» (Plaza & Janés) de Vanessa Montfort

Vanessa Montfort es escritora. Todos lo son. El talento nunca es de los escritores, es de los lectores. Los mejores lectores son los que consiguen otorgar mayor importancia a los textos que leen. Hay escritores que escriben para enamorar a los mejores lectores. Pierden el tiempo. Hay escritores que simplemente se los encuentran. Luego hay otros escritores que no los encuentran nunca y eso sí que es una pena. Así que, esto está dedicado a los lectores. Este pequeño texto nace de un tweet, como el resto. Es este:

Deseando conversar con estos autores en nuestras #firmasfindemes en #cuestademoyano✍ ¡Os esperamos 25 y 26 de septiembre, de 12 a 14h! @NativelPreciado @JaviSantamarta @vanessamontfort @martajserrano @mfdezmiranda

Publicado por carlossalasoler

Uno de esos que sabe que cuando escribe: "La marquesa salió a las cinco", quizá la marquesa no salió a las cinco, quizá eran las seis o ni siquiera era marquesa. La escritura siempre es una aproximación a la verdad, nunca es la verdad.

Deja un comentario

Diseña un sitio como este con WordPress.com
Comenzar